Cultura

La indómita luz

  Paulina Aliga en los brazos de Víctor Redondo junto a Cristian en Caleta Córdova, Comodoro Rivdavia, 1988. (foto archivo familia Aliaga).  

Dice mi viejo, dice nací de un pibe atravesado por la lucidez y aterido por el esplendor, dice queda la poesía para intentar evocar una y otra vez, con estos ojos mortales, con la rudimentaria palabra, lo que no tiene nombre. La que dice es Paulina, hija de Cristian, poeta, actriz, incansable agitadora. Lo dice en un texto escrito poco después de la partida del padre, del poeta, del incansable agitador. Del tipo que nos mostró la pasión del infinito.

Por Paulina Aliaga

La gente se desnuda en los hospitales con el mismo temor o el

mismo deseo con que encara el amor./ Espera que de su cuerpo

salga la respuesta a una pregunta que no se atreve a balbucear.

A mi viejo no le gustaba la solemnidad de los homenajes y creía que hay que festejar a las personas cuando todavía están vivas. Yo también. Pero acá estamos, y cuando alguien amado se va, los vivos no sabemos qué hacer con la tristeza que nos cae entre las manos. Este año se han hecho muchos homenajes a mi viejo, y quisiera haber estado en todos, y quisiera no tener que ir a ninguno.

Hay golpes en la vida, tan fuertes, como dice Vallejo, que hacen que las nociones habituales de sentido, esa invención frágil, que nos cuesta la vida, se pierdan y el mundo parezca extraño. Y tenemos que aprender a mirar de nuevo.

Este año la realidad es muy difícil para mí, y decir algo que tenga sentido es un objetivo de máxima, y no va a tener objetividad periodística, sépanlo desde ya. Y va a ser terriblemente autorreferencial e idealizador.

Estoy acá para darle un abrazo pantagruélico a la tribu manija que mi viejo deja, para que las crueles provincias, como él las llamaba, sean un poco menos crueles. Porque cometió la osadía de morirse y rompernos el corazón, y ahora sólo nos queda ser maravillosos. Aceptar el desafío y vivir para la belleza, desdeñar la solemnidad que quieren adosarle a la muerte, y denostar la muerte en vida, ante todo, a sabiendas de que el verdadero factor diferencial entre la vida y la muerte es la pasión.

La pasión del infinito

Mi viejo tenía la pasión del infinito y ganas de no morirse nunca. Vivía con la velocidad de Hunter Thompson, la intensidad insumisa de Rimbaud, y la insaciabilidad obcecada del mar de Ahab. Cualidades que constituían sus virtudes y sus defectos. Pero más que todo, sabía que la existencia porta un secreto inefable, que vivimos para desentrañar.

La poesía no es ni más ni menos lo que somos capaces de ver en el mundo, nuestra mirada, angélica y feroz sobre lo que existe. A veces, dos miradas se cruzan y comprenden algo juntas para siempre.

Yo nací de un pibe atravesado por la lucidez y aterido por el esplendor, y nos hicimos cómplices en eso, en un amor indócil por la vida, en la pasión del infinito, en una tremenda sed de existir. Y hoy cambiaría un segundo inefable con mi viejo por toda la poesía del mundo. Pero no se puede. Queda la poesía para intentar evocar una y otra vez, con estos ojos mortales, con la rudimentaria palabra, lo que no tiene nombre.

La fiesta interminable

Mi viejo llevaba el dolor y la pasión en el costado, a veces dialogaban, a veces se agarraban a piñas, a veces uno prevalecía sobre el otro. Y en el mejor de los casos, se cagaban de risa y se inundaba el espacio de luz. Y lo más hermoso era cuando le daba lugar al juego. Y de esos momentos salen las mejores anécdotas, como cuando trabajaba en El Patagónico y un señor que no sé quién sería se enojó por algo que mi viejo había publicado sobre él, entonces el tipo lo retó a un duelo para defender su honor, y mi viejo publicó en la tapa del diario "Retan a un duelo al director de El Patagónico".

Esa irreverencia que evadía la corrección política o directamente transgredía reglas iba de la mano con una pulsión por desentrañar la realidad, un verdadero compromiso, a la Walsh, con la justicia y con el oficio.

Mi viejo llevó el periodismo de investigación a un lugar nuevo en la Patagonia, y también llevó la efervescencia lúdica a casa, cuando volvía del diario, tarde, cuando se terminaba de hacer la tapa, y con mis hermanos saltábamos de la cama porque se venía el momento de contar historias, y no queríamos que el juego termine nunca. Y ahora somos todxs noctámbulos. Siempre amé esa indómita luz en él.

  Sara Fasanella y Cristian con Paulina, Emilio (con el brazo enyesado) y Federico en un viaje familiar en Machi Pichu. (foto archivo familia Aliaga).  

Pasaron los años, devoré la biblioteca, me fui a Buenos Aires y empezamos a trabajar juntos en Espacio Hudson, la editorial que él fundó en 2007. Una editorial que trabaja para que la voz del sur del mundo, más allá de las fronteras nacionales, la voz de los pueblos originarios y los colectivos minorizados, y lxs aliados en este viaje llegue al resto de este país, grande como un continente, recibiendo los golpes de knock out del mercado editorial, de las pandemias, de los incendios; en este país donde si vas a comprar en CABA con una tarjeta del Banco del Chubut el sistema no la toma porque "es de afuera". Te juro.

Pero la poesía siempre llega, y como decía Shelley, los poetas son los secretos legisladores del mundo. Y Espacio Hudson va a seguir haciendo lo que hace mejor, enaltecer la centralidad de los márgenes, y su belleza.

Nací de un poeta enamorado de la vida y cuando era chica creía que la poesía cambiaba al mundo. Y es cierto. De mi viejo aprendí a mirar el horizonte con ansias de una fiesta interminable, que no cabe en el cuerpo. A pulsar con la mirada en el paisaje hasta montar el mar que estalla adentro y quiere gritar de felicidad, o de dolor, y quiere encender el universo de belleza. Y también aprendí que mientras estemos acá, hay que inventar el mundo de nuevo, todas las veces que haga falta.

Una música, un mar ruge tu nombre, papá. Y va a seguir rugiendo con nosotrxs.

(*) Texto leído durante las jornadas Nave de No Ficción organizadas por la Fundación de Periodismo Patagónico. Bariloche, 28 de noviembre de 2024.

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