Opinión

Reflexiones sobre el límite y la autoridad a propósito de la serie "Adolescencia"

Por Sergio Zabalza*

En un operativo digno de la lucha contra el crimen organizado, la policía irrumpe a la madrugada en el hogar de un chico de trece años. Mientras el niño se hace pis frente a las ametralladoras que le están apuntando, su hermana y sus padres yacen en el piso por orden de los efectivos. "Su hijo está acusado de haber cometido un asesinato", informan a los padres, antes de trasladarlo a la seccional. Poco después, el detective a cargo del caso se sienta en una pequeña sala ante el niño y su padre. Instruido por su abogado, el púber responde adecuadamente las preguntas del policía. Demuestra ser inteligente, interesado por la historia, el estudio en la escuela y saber murmurar el "sin comentarios" ante cada pregunta que pudiere comprometerlo. Finalmente, el detective aporta la evidencia, el video de una cámara que --la misma noche anterior a su detención-- lo muestra dando muerte a su compañera de colegio. Mientras el niño comienza a llorar y su padre queda estupefacto, el detective les dice: "Los dejamos solos para que hablen entre ustedes". Luego de apartarlo por un instante, el padre --presa del llanto-- abraza a su hijo, quien alcanza a decir: "Yo no lo hice". Hasta aquí los minutos iniciales de la serie "Adolescencia" que está comentando buena parte del planeta y sus alrededores. Fin del spoileo.

Más allá de los contundentes méritos artísticos de esta obra de cuatro capítulos, nos interesa indagar en ese "Yo no lo hice" que el muchachito alcanza a decirle al padre después de que ambos observaran las contundentes imágenes aportadas por las cámaras. Sería bastante fácil hacer un análisis individual centrado en la figura del púber para así decir que se trata de un perverso. Un sujeto que hace uso de la desmentida: "Sí, ya sé, pero no". En su lugar, nos interesa preguntarnos si ese "Yo no lo hice" denuncia una catástrofe social que, como suele ocurrir, emerge por el segmento etario más vulnerable de la sociedad: la adolescencia. O sea: sujetos que cuentan con cuerpos casi adultos y cuya psique, sin embargo, por encontrarse en un incipiente desarrollo, actúa lo que no puede elaborar. (De hecho, no hace mucho --en pleno suelo criollo (Laboulaye, Córdoba)-- un púber de trece años de edad fue ultimado por un compañero, a pocas cuadras de la escuela a la que ambos acudían).

La agresividad es un dato primario del ser hablante. La violencia en que pueda incurrir un menor no es más que el reflejo de los aspectos negados de la sociedad adulta. De esto se desprende que, si alguna responsabilidad les toca a los mayores en el cuidado, educación y crianza de niñes y púberes, es precisamente la de protegerlos de sus más primarios y propios afectos, los cuales pueden llevarlos a cometer actos indebidos cuando no horrendos. El infame discurso que pretende bajar la edad de imputabilidad a los menores --al tiempo que se los autorizar a invertir en el mercado bursátil-- traduce la manera perversa de poner en práctica una flagrante falta de compromiso.

Ahora bien, asumir la responsabilidad de los propios actos no va de suyo en la compleja constitución del ser hablante. De hecho, según Freud, la negación es el acto fundante del trabajo psíquico. Esto es: olvidar el trauma permite construir el mundo de fantasías constitutivo de la psique. De allí, lo costoso que resulta hacerse cargo de los propios problemas antes que enrostrárselo al prójimo ¿Cómo caracterizar este rasgo que como pocos otros distingue el tiempo que nos toca vivir? ¿Dónde está el límite?

Hay quienes eligen caracterizar estas manifestaciones bajo el sesgo de la psicosis. No coincidimos. No es la psicosis, son los inconscientes. En particular lo que se refiere a la tarea de hacerse cargo de la parte que a cada Uno le toca en el embrollo que hoy nos toca vivir. Bien podríamos arriesgar que se trata de una posición subjetiva asimilable a lo que Hegel supo denominar "alma bella", pero en versión siglo XXI. Para decirlo en pocas palabras: ese quien ante todo conflicto se presenta como diciendo: "con esto yo no tengo nada que ver". "son todos lo mismo" o "hay que sufrir" (léase: que sufra el Otro). Una suerte de locura, pero jamás psicosis. Va de suyo en este derrape la degradación del registro simbólico, o sea; el deterioro de la función paterna, cualquiera sea el cuerpo hablante al que le corresponda cumplir tal función.

¿Cómo considerar entonces este escenario a la luz de episodios como el de la serie que nos convoca? ¿Qué modalidades adopta la negación en una comunidad hablante globalizada donde la puerta de un hogar ya no protege de la instilación de odio que propaga un celular? ¿El carácter anónimo empleado por los usuarios en las redes puede influir en la negación propia de un ser hablante? De hecho, si no lo emplea el usuario en cuestión, lo hace con quien dialoga, en especial (y esto es dramático) para el caso de niñes y adolescentes. O sea, para decirlo de una vez: ¿Puede un púber verse empujado a creerse en algún lugar de su psiquismo que: "Yo no fui, fue el que uso en las redes?"

La cuestión es enorme puesto que, por rara paradoja, articula la denominada privacidad del hogar pequeño burgués con la polis. Se puede ser buen padre o madre, tener o alquilar una casa confortable, amar a tu familia y bla, pero si las corporaciones digitales envían mensajes de odio que se infiltran hasta por debajo de la cama de tus hijos e hijas ¿no correspondería que los ciudadanos aparezcan en el ágora para terminar con esta locura que arrasa la intimidad y enferma la psique de les pibes?

Tanto en su vertiente neo como anarco, el capitalismo se sirve de los rasgos más oscuros del ser hablante para, con delirantes argumentos, otorgarles legitimidad por medio de corromper las bases mínimas de la convivencia. El resultado es la exacerbación del odio de sí que habita en todas las personas y cuyos efectos se traducen en la ominosa segregación de los tiempos que nos toca vivir. Depositamos en el semejante lo que no toleramos en nosotros mismos.

Kafka lo ilustró de manera tan deslumbrante como sencilla en su texto "Comunidad". "Somos cinco amigos. Una vez salimos, uno tras otro, de una casa. Primero salió uno y se colocó al lado de la puerta de calle; después el segundo salió por la puerta, o, mejor dicho, se deslizó con la misma suavidad con que resbala una gota de mercurio, y se ubicó no lejos del primero; después el tercero; después el cuarto; después el quinto. Finalmente, nos pusimos todos en una línea, parados. La atención de la gente empezó entonces a centrarse en nosotros, nos señalaban y decían: 'Los cinco acaban de salir de esa casa'. Desde entonces vivimos juntos. Sería una existencia pacífica si no viniera siempre un sexto a entrometerse". Pocos párrafos después el relato concluía con esta frase: 'Por más que saque trompa lo alejamos a codazos; pero por más que lo alejemos a codazos él vuelve'" [1]. En estos breves trazos aquel oficinista checo al que Borges consideró el escritor del siglo XX, dibuja la matriz que explica el lazo social en cualquier época y cultura, a saber: la conformación de una comunidad a partir de la exclusión: sea un negro/a; un indio/a; un/a pobre; un/a inmigrante; una mujer o... un púber. De esta forma, el excluido habla de la sociedad que lo aparta más que una entera biblioteca. El odio y el desprecio sobre la excepción retorna de las formas más insensatas y crueles en el conjunto.

Según Lacan, "un padre no tiene derecho al respeto, sino al amor"[2]. Si queremos respeto por parte de nuestros hijos e hijas, preguntémonos por donde quedó nuestro amor. Única posibilidad de que un límite se haga efectivo en la naciente subjetividad de un ser hablante.

*Psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.

Notas:

[1] Franz Kafka, Relatos Completos, tomo 4, Página12/Losada, 2005, página 46.

[2]Jacques Lacan, El Seminario: Libro 22, RSI, clase del 21 de enero de 1975. Inédito.

Fuente: Página 12