De Chiapas al mundo contra el neoliberalismo: El levantamiento zapatista de 1994
Por Tomás Aguerre
El 1° de enero de 1994 se produjo un levantamiento insurgente en el estado de Chiapas, México. Lo encabezaba un actor que se presentaba ante el mundo: el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. La fecha elegida no era casual. Ese día entraba en vigencia el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), un acuerdo entre Estados Unidos, Canadá y México para reducir sus barreras comerciales.
Pero la historia comienza, como siempre, antes.
Estamos en Chiapas. El 30% de su población es indígena y se concentra principalmente en dos regiones: por un lado, Los Altos, constituido por las sierras que rodean el centro colonial de San Cristóbal de las Casas (llamado así por el más célebre obispo de esa tierra, Fray Bartolomé de las Casas, autor del Brevísima relación de la destrucción de las Indias). Por el otro, la Selva Lacandona, formada por las tierras bajas al este del estado y los valles de Las Cañadas. El lugar es rico en recursos petroleros, concentra para entonces la mitad de la capacidad hidroeléctrica instalada del país y tiene un desarrollo forestal y agrícola importante. El estado nacional ha invertido en los últimos años en infraestructura para extraer esos recursos: represas y rutas. En el lugar, sin embargo, la prosperidad no derrama. Chiapas es el estado con los índices de pobreza y de desigualdad más altos.
La cuestión es el acceso a la tierra. Una oligarquía heredera del pasado colonial, la "familia chiapaneca" que no ha logrado ser desmantelada por la Revolución Mexicana de 1910, controla las tierras más rentables. Durante años, los pequeños campesinos sin tierra sobreviven por el trabajo temporal en las plantaciones de café, cacao y plátano. Pero con el desarrollo vino la explosión demográfica, el aumento de la cría de ganado y la prohibición de talar árboles. Luego de 1989, la caída en el precio y la decisión de no renovar el acuerdo internacional sobre café, que aseguraba el salario de miles de trabajadores de temporada y campesinos, dio el golpe de gracia. Las compensaciones, el reparto de créditos para programas socioeconómicos y culturales, no llegan. Se pierden en la burocracia estatal. La mayoría de la población, en particular la indígena, paga los costos de la modernización y no recibe ninguno de sus beneficios.
En 1983 nace el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (de aquí en más EZLN). Tres protagonistas de esta historia-a saber: el subcomandante Marcos, el mayor Moisés y el comandante Tacho-cuentan esa historia en El sueño zapatista, un libro del sociólogo Yvon Le Bot. Es el subcomandante Marcos el que describe los tres componentes que tiene ese primer EZLN: un grupo político-militar, un grupo de indígenas politizados y el movimiento indígena de la Selva Lacandona. Se trata, especialmente en los dos primeros casos, de pocas personas. El primer grupo está conformado por gente de clase media, con formación universitaria, casi sin obreros, campesinos o indígenas. Son menos de treinta. Es algo similar a cualquier organización de vanguardia guerrillera de América Latina en los ´60 pero con una diferencia grande, dice Marcos. No son más los ´60. Las condiciones de advenimiento de una explosión revolucionaria parecen más alejadas que nunca. Y esta es la diferencia fundamental con el foquismo guerrillero anterior. El EZLN define su estrategia política y militar como una acumulación de fuerzas en silencio: "Juntar fuerzas pero sin actuar, o sin actuar públicamente".
Tienen un diagnóstico. El proceso de modernización neoliberal irá decantando en una radicalización y polarización de los elementos de la sociedad mexicana. Por un lado, el pueblo; por el otro, el Estado. Y esa polarización llevará, en algún momento, a una guerra civil para la que deberán estar listos. Crecerán lenta y silenciosamente. Sin formar un aparato militar, sin acumular más armas que las que pudieran empuñar.
Ese grupo entra en la Selva Lacandona junto al segundo, compuesto por una suerte de élite indígena politizada y con mucha capacidad organizativa fruto de las luchas políticas previas. También son pocos, menos de diez, que se conocen de todas las cárceles del país. Comparten con el primero el diagnóstico sobre la necesidad de preparar un ejército armado. Ingresan a un sector de la Selva Lacandona, un campamento que llamarán "La Pesadilla". La historia del nombre es linda. Marcos cuenta que nombran los campamentos de acuerdo a lo que pasaba en el lugar. En un momento enviaron a un explorador para ver el lugar. Este volvió y contó que el lugar era "muy bonito, muy agradable, tiene un río y árboles, y hay comida, se puede cazar". Marcos le respondió que, entonces, era un sueño. Pero luego llegaron al lugar para instalarse y corroboraron que, antes que un sueño, era una pesadilla. Así le quedó de nombre. Era noviembre de 1983.
La instalación fue difícil. Las comunidades indígenas al principio los rechazaron, suponiendo que eran ladrones de ganado y hasta brujos. Muchos de ellos luego se incorporaron al EZLN. De a poco fue formándose el tercer elemento: la base social de los pueblos indígenas de la región. Y allí se sentaron a prepararse para el día del estallido. Sin crecer de más. Pero sin dejar de hacerlo.
Situar el momento de quiebre también puede ser arbitrario, pero es difícil no mencionar 1992, año de la reforma del artículo 27° de la Constitución mexicana. Era uno de los legados de la revolución zapatista de 1910, que había creado los ejidos. Se trataba de comunidades agrarias que se desarrollaban en tierras de propiedad estatal cedidas en usufructo a las colectividades y cuyo cultivo en parcelas se realizaba, en general, de manera individual. Ese usufructo vencía en 1992 y el gobierno mexicano aprovechó para reformarlo, terminando con el reparto de tierras y amenazando con desmantelar los ejidos existentes. Ese año se cumplían 500 años de la llegada de los europeos al continente americano. Las celebraciones oficiales por el "V Centenario del Descubrimiento de América" provocaron movilizaciones en el estado. En marzo, cientos de indígenas del movimiento campesino, recorriendo muchos kilómetros a pie, llegaron hasta la capital del país, donde fueron recibidos por las autoridades. En abril, en el aniversario de la muerte de Emiliano Zapata, miles de indígenas se manifestaron en distintos puntos de Chiapas reclamando tierras y repudiando la negociación del tratado de libre comercio con EEUU y Canadá. Finalmente, el 12 de octubre unos diez mil indígenas ocuparon la ciudad de San Cristóbal. En el camino derribaron la estatua de Diego de Mazariegos, fundador de esa ciudad colonial y símbolo de los cinco siglos de dominación.
El EZLN sigue en estado de espera. Pero confirma la imposibilidad de la vía pacífica. El alzamiento, dice el libro de Le Bot, prospera en un espacio determinado de la modernización: en el espacio libre entre las comunidades tradicionales y los sectores aculturados que asimilaron la globalización. No entre aquellos que están en transición de un mundo hacia otro, sino en los que se cayeron en el medio. Fundamentalmente, dice, entre las nuevas generaciones que no conocieron el orden antiguo pero que ven cerrarse las puertas de su futuro. El zapatismo será, así, el fruto de la modernización y su crisis. Esa espera no es, sin embargo, pasiva. Es clandestina, sí, pero no significa que no se produzcan "hechos". El EZLN, dice Marcos, sufre en ese primer período de organización su "primera derrota". Pero es una derrota constructiva. Es la derrota que recibe no del enemigo-el Estado mexicano-sino del encuentro con las comunidades indígenas del lugar. Ese contacto, describe, "produjo un choque cultural que desembocó en una inversión de las jerarquías; así, los miembros de la antigua vanguardia guerrillera que sobrevivieron y se quedaron en la selva se transformaron en servidores de una dinámica de sublevación indígena".
El zapatismo que emerge el 1° de enero de 1994 nace de eso que se describe como derrota pero que no es. Pensemos el contexto. Ha desaparecido el bloque soviético y la hegemonía neoliberal es quizás tan fuerte como nunca. Demos el ejemplo clásico (que me gusta, porque hace de un libro un símbolo): El fin de la historia, de Francis Fukuyama, ya tiene dos años de haber sido publicado. De las guerrillas latinoamericanas quedan los fantasmas del pasado. El sandinismo ha sufrido una derrota electoral en Nicaragua, hay acuerdos de paz en El Salvador e indicios de que suceda lo mismo en Guatemala. Las de Perú y Colombia han mutado en otra cosa. La mitad de la población mexicana, advierte el texto, empieza a soñar con el primer mundo. Los intelectuales mexicanos, que alguna vez simpatizaron con los ideales revolucionarios, empiezan a considerar la hegemonía neoliberal como un acontecimiento ineludible. "Vista desde el exterior-dice Le Bot-la idea de una insurrección armada parece una locura. Y la de un movimiento revolucionario con base indígena resulta inconcebible".
Junto al levantamiento, el EZLN emite la primera declaración de la Selva Lacandona, una carta de presentación que busca ubicar la acción del 1° de enero. Somos producto, dicen, de 500 años de lucha: contra la esclavitud, por la independencia de España, frente al expansionismo norteamericano, a favor de la Constitución y contra el imperio francés, contra la dictadura porfirista y en favor de las rebeliones encabezadas por Pancho Villa y Emiliano Zapata. Se ubican además en el marco de una legalidad otorgada por la soberanía popular reconocida por la Constitución mexicana. Por ello, dicen, dirigen el comunicado al ejército federal mexicano, "pilar básico de la dictadura que padecemos, monopolizada por el partido en el poder y encabezada por el ejecutivo federal que hoy detenta su jefe máximo e ilegítimo máximo, Carlos Salinas de Gortari". El comunicado es una declaración de guerra: establece el avance hacia la capital y la victoria sobre el ejército federal mexicano como uno de sus objetivos.
No lo conseguirá, claro. Por mucho que parezca el fruto de una planificación, la insurrección de enero de 1994 es, ante todo, un gesto de desesperación casi suicida. Su potencia militar para enfrentar a un ejército regular es tan escasa como potente su victoria simbólica. A pocos días del levantamiento, aparecen en Ocosingo-epicentro de una de las batallas-casi treinta cadáveres de guerrilleros: son jóvenes, en su mayoría con rasgos indígenas y uniformes dispares. Algunos ni siquiera portan armas, sino réplicas talladas en madera para confundir. Varios cuerpos tienen las manos atadas en la espalda: han sido ejecutados, describe René Salís, cronista de Libération en el lugar. La insurrección dura unos doce días, hasta que el gobierno federal declara un alto al fuego para negociar la paz.
Algo que trasciende el puro localismo ha tenido lugar. La repercusión internacional parece explicarse por todo lo que ese primer comunicado no menciona o, a veces, incluso contradice. El levantamiento zapatista ha mutado de ser un intento de tomar el poder a un cuestionamiento profundo de la noción misma de poder, orientándose hacia la construcción de un contrapoder. Es el principio, dice Marcos, de una segunda conversión, que supone el paso de un movimiento armado a una fuerza política. Aquello que había nacido como una guerrilla pobremente armada deja de serlo y se transforma en un actor de otro tipo. Los zapatistas pondrán a la política y al ejercicio del poder en el centro de la discusión. Harán la pregunta, esgrimida luego en el libro de John Holloway de 2002, de cómo cambiar el mundo sin tomar el poder.
En la segunda declaración de la Selva Lacandona, en junio de ese mismo año, el EZLN replanteó la cuestión del poder. "Esta revolución no concluirá en una nueva clase, fracción de clase o grupo en el poder, sino en un espacio libre y democrático de lucha política (...) Nacerá una relación política nueva. Una nueva política cuya base no sea una confrontación entre organizaciones políticas entre sí, sino la confrontación de sus propuestas políticas con las distintas clases sociales, pues del apoyo real de éstas dependerá la titularidad del poder político, no su ejercicio".
Si esa nueva política nació o no será-y aún lo es-materia de profundos debates que aquí nos exceden. Diremos sólo que la virtud de aquel 1° de enero no ha sido tanto la construcción efectiva de ese contrapoder, como su capacidad de haber vuelto universal la posibilidad de una alternativa a un proceso que aparecía como el único posible: la modernización económica que proponía la globalización. Sus liderazgos, sus símbolos, hasta su retórica trascenderán la frontera de Chiapas y de México por haber dicho, en una etapa que parecía cerrada, que otro camino se había abierto.
Un camino, dicen Carlos Reynoso y Jorge Reyes en este libro, que se recorre preguntando.
Fuente: Cenital
Por Tomás Aguerre
El 1° de enero de 1994 se produjo un levantamiento insurgente en el estado de Chiapas, México. Lo encabezaba un actor que se presentaba ante el mundo: el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. La fecha elegida no era casual. Ese día entraba en vigencia el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), un acuerdo entre Estados Unidos, Canadá y México para reducir sus barreras comerciales.
Pero la historia comienza, como siempre, antes.
Estamos en Chiapas. El 30% de su población es indígena y se concentra principalmente en dos regiones: por un lado, Los Altos, constituido por las sierras que rodean el centro colonial de San Cristóbal de las Casas (llamado así por el más célebre obispo de esa tierra, Fray Bartolomé de las Casas, autor del Brevísima relación de la destrucción de las Indias). Por el otro, la Selva Lacandona, formada por las tierras bajas al este del estado y los valles de Las Cañadas. El lugar es rico en recursos petroleros, concentra para entonces la mitad de la capacidad hidroeléctrica instalada del país y tiene un desarrollo forestal y agrícola importante. El estado nacional ha invertido en los últimos años en infraestructura para extraer esos recursos: represas y rutas. En el lugar, sin embargo, la prosperidad no derrama. Chiapas es el estado con los índices de pobreza y de desigualdad más altos.
La cuestión es el acceso a la tierra. Una oligarquía heredera del pasado colonial, la "familia chiapaneca" que no ha logrado ser desmantelada por la Revolución Mexicana de 1910, controla las tierras más rentables. Durante años, los pequeños campesinos sin tierra sobreviven por el trabajo temporal en las plantaciones de café, cacao y plátano. Pero con el desarrollo vino la explosión demográfica, el aumento de la cría de ganado y la prohibición de talar árboles. Luego de 1989, la caída en el precio y la decisión de no renovar el acuerdo internacional sobre café, que aseguraba el salario de miles de trabajadores de temporada y campesinos, dio el golpe de gracia. Las compensaciones, el reparto de créditos para programas socioeconómicos y culturales, no llegan. Se pierden en la burocracia estatal. La mayoría de la población, en particular la indígena, paga los costos de la modernización y no recibe ninguno de sus beneficios.
En 1983 nace el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (de aquí en más EZLN). Tres protagonistas de esta historia-a saber: el subcomandante Marcos, el mayor Moisés y el comandante Tacho-cuentan esa historia en El sueño zapatista, un libro del sociólogo Yvon Le Bot. Es el subcomandante Marcos el que describe los tres componentes que tiene ese primer EZLN: un grupo político-militar, un grupo de indígenas politizados y el movimiento indígena de la Selva Lacandona. Se trata, especialmente en los dos primeros casos, de pocas personas. El primer grupo está conformado por gente de clase media, con formación universitaria, casi sin obreros, campesinos o indígenas. Son menos de treinta. Es algo similar a cualquier organización de vanguardia guerrillera de América Latina en los ´60 pero con una diferencia grande, dice Marcos. No son más los ´60. Las condiciones de advenimiento de una explosión revolucionaria parecen más alejadas que nunca. Y esta es la diferencia fundamental con el foquismo guerrillero anterior. El EZLN define su estrategia política y militar como una acumulación de fuerzas en silencio: "Juntar fuerzas pero sin actuar, o sin actuar públicamente".
Tienen un diagnóstico. El proceso de modernización neoliberal irá decantando en una radicalización y polarización de los elementos de la sociedad mexicana. Por un lado, el pueblo; por el otro, el Estado. Y esa polarización llevará, en algún momento, a una guerra civil para la que deberán estar listos. Crecerán lenta y silenciosamente. Sin formar un aparato militar, sin acumular más armas que las que pudieran empuñar.
Ese grupo entra en la Selva Lacandona junto al segundo, compuesto por una suerte de élite indígena politizada y con mucha capacidad organizativa fruto de las luchas políticas previas. También son pocos, menos de diez, que se conocen de todas las cárceles del país. Comparten con el primero el diagnóstico sobre la necesidad de preparar un ejército armado. Ingresan a un sector de la Selva Lacandona, un campamento que llamarán "La Pesadilla". La historia del nombre es linda. Marcos cuenta que nombran los campamentos de acuerdo a lo que pasaba en el lugar. En un momento enviaron a un explorador para ver el lugar. Este volvió y contó que el lugar era "muy bonito, muy agradable, tiene un río y árboles, y hay comida, se puede cazar". Marcos le respondió que, entonces, era un sueño. Pero luego llegaron al lugar para instalarse y corroboraron que, antes que un sueño, era una pesadilla. Así le quedó de nombre. Era noviembre de 1983.
La instalación fue difícil. Las comunidades indígenas al principio los rechazaron, suponiendo que eran ladrones de ganado y hasta brujos. Muchos de ellos luego se incorporaron al EZLN. De a poco fue formándose el tercer elemento: la base social de los pueblos indígenas de la región. Y allí se sentaron a prepararse para el día del estallido. Sin crecer de más. Pero sin dejar de hacerlo.
Situar el momento de quiebre también puede ser arbitrario, pero es difícil no mencionar 1992, año de la reforma del artículo 27° de la Constitución mexicana. Era uno de los legados de la revolución zapatista de 1910, que había creado los ejidos. Se trataba de comunidades agrarias que se desarrollaban en tierras de propiedad estatal cedidas en usufructo a las colectividades y cuyo cultivo en parcelas se realizaba, en general, de manera individual. Ese usufructo vencía en 1992 y el gobierno mexicano aprovechó para reformarlo, terminando con el reparto de tierras y amenazando con desmantelar los ejidos existentes. Ese año se cumplían 500 años de la llegada de los europeos al continente americano. Las celebraciones oficiales por el "V Centenario del Descubrimiento de América" provocaron movilizaciones en el estado. En marzo, cientos de indígenas del movimiento campesino, recorriendo muchos kilómetros a pie, llegaron hasta la capital del país, donde fueron recibidos por las autoridades. En abril, en el aniversario de la muerte de Emiliano Zapata, miles de indígenas se manifestaron en distintos puntos de Chiapas reclamando tierras y repudiando la negociación del tratado de libre comercio con EEUU y Canadá. Finalmente, el 12 de octubre unos diez mil indígenas ocuparon la ciudad de San Cristóbal. En el camino derribaron la estatua de Diego de Mazariegos, fundador de esa ciudad colonial y símbolo de los cinco siglos de dominación.
El EZLN sigue en estado de espera. Pero confirma la imposibilidad de la vía pacífica. El alzamiento, dice el libro de Le Bot, prospera en un espacio determinado de la modernización: en el espacio libre entre las comunidades tradicionales y los sectores aculturados que asimilaron la globalización. No entre aquellos que están en transición de un mundo hacia otro, sino en los que se cayeron en el medio. Fundamentalmente, dice, entre las nuevas generaciones que no conocieron el orden antiguo pero que ven cerrarse las puertas de su futuro. El zapatismo será, así, el fruto de la modernización y su crisis. Esa espera no es, sin embargo, pasiva. Es clandestina, sí, pero no significa que no se produzcan "hechos". El EZLN, dice Marcos, sufre en ese primer período de organización su "primera derrota". Pero es una derrota constructiva. Es la derrota que recibe no del enemigo-el Estado mexicano-sino del encuentro con las comunidades indígenas del lugar. Ese contacto, describe, "produjo un choque cultural que desembocó en una inversión de las jerarquías; así, los miembros de la antigua vanguardia guerrillera que sobrevivieron y se quedaron en la selva se transformaron en servidores de una dinámica de sublevación indígena".
El zapatismo que emerge el 1° de enero de 1994 nace de eso que se describe como derrota pero que no es. Pensemos el contexto. Ha desaparecido el bloque soviético y la hegemonía neoliberal es quizás tan fuerte como nunca. Demos el ejemplo clásico (que me gusta, porque hace de un libro un símbolo): El fin de la historia, de Francis Fukuyama, ya tiene dos años de haber sido publicado. De las guerrillas latinoamericanas quedan los fantasmas del pasado. El sandinismo ha sufrido una derrota electoral en Nicaragua, hay acuerdos de paz en El Salvador e indicios de que suceda lo mismo en Guatemala. Las de Perú y Colombia han mutado en otra cosa. La mitad de la población mexicana, advierte el texto, empieza a soñar con el primer mundo. Los intelectuales mexicanos, que alguna vez simpatizaron con los ideales revolucionarios, empiezan a considerar la hegemonía neoliberal como un acontecimiento ineludible. "Vista desde el exterior-dice Le Bot-la idea de una insurrección armada parece una locura. Y la de un movimiento revolucionario con base indígena resulta inconcebible".
Junto al levantamiento, el EZLN emite la primera declaración de la Selva Lacandona, una carta de presentación que busca ubicar la acción del 1° de enero. Somos producto, dicen, de 500 años de lucha: contra la esclavitud, por la independencia de España, frente al expansionismo norteamericano, a favor de la Constitución y contra el imperio francés, contra la dictadura porfirista y en favor de las rebeliones encabezadas por Pancho Villa y Emiliano Zapata. Se ubican además en el marco de una legalidad otorgada por la soberanía popular reconocida por la Constitución mexicana. Por ello, dicen, dirigen el comunicado al ejército federal mexicano, "pilar básico de la dictadura que padecemos, monopolizada por el partido en el poder y encabezada por el ejecutivo federal que hoy detenta su jefe máximo e ilegítimo máximo, Carlos Salinas de Gortari". El comunicado es una declaración de guerra: establece el avance hacia la capital y la victoria sobre el ejército federal mexicano como uno de sus objetivos.
No lo conseguirá, claro. Por mucho que parezca el fruto de una planificación, la insurrección de enero de 1994 es, ante todo, un gesto de desesperación casi suicida. Su potencia militar para enfrentar a un ejército regular es tan escasa como potente su victoria simbólica. A pocos días del levantamiento, aparecen en Ocosingo-epicentro de una de las batallas-casi treinta cadáveres de guerrilleros: son jóvenes, en su mayoría con rasgos indígenas y uniformes dispares. Algunos ni siquiera portan armas, sino réplicas talladas en madera para confundir. Varios cuerpos tienen las manos atadas en la espalda: han sido ejecutados, describe René Salís, cronista de Libération en el lugar. La insurrección dura unos doce días, hasta que el gobierno federal declara un alto al fuego para negociar la paz.
Algo que trasciende el puro localismo ha tenido lugar. La repercusión internacional parece explicarse por todo lo que ese primer comunicado no menciona o, a veces, incluso contradice. El levantamiento zapatista ha mutado de ser un intento de tomar el poder a un cuestionamiento profundo de la noción misma de poder, orientándose hacia la construcción de un contrapoder. Es el principio, dice Marcos, de una segunda conversión, que supone el paso de un movimiento armado a una fuerza política. Aquello que había nacido como una guerrilla pobremente armada deja de serlo y se transforma en un actor de otro tipo. Los zapatistas pondrán a la política y al ejercicio del poder en el centro de la discusión. Harán la pregunta, esgrimida luego en el libro de John Holloway de 2002, de cómo cambiar el mundo sin tomar el poder.
En la segunda declaración de la Selva Lacandona, en junio de ese mismo año, el EZLN replanteó la cuestión del poder. "Esta revolución no concluirá en una nueva clase, fracción de clase o grupo en el poder, sino en un espacio libre y democrático de lucha política (...) Nacerá una relación política nueva. Una nueva política cuya base no sea una confrontación entre organizaciones políticas entre sí, sino la confrontación de sus propuestas políticas con las distintas clases sociales, pues del apoyo real de éstas dependerá la titularidad del poder político, no su ejercicio".
Si esa nueva política nació o no será-y aún lo es-materia de profundos debates que aquí nos exceden. Diremos sólo que la virtud de aquel 1° de enero no ha sido tanto la construcción efectiva de ese contrapoder, como su capacidad de haber vuelto universal la posibilidad de una alternativa a un proceso que aparecía como el único posible: la modernización económica que proponía la globalización. Sus liderazgos, sus símbolos, hasta su retórica trascenderán la frontera de Chiapas y de México por haber dicho, en una etapa que parecía cerrada, que otro camino se había abierto.
Un camino, dicen Carlos Reynoso y Jorge Reyes en este libro, que se recorre preguntando.
Fuente: Cenital