Preguntas incómodas sobre la inteligencia artificial y el capitalismo Por Jesús García Rodríguez*
La llamada inteligencia artificial ya es parte de la vida diaria de los humanos, sea con su consentimiento o sin él. A ese hecho le acompaña, desde hace meses, una sobreabundancia de artículos, reportajes e informaciones sobre la IA.
Muchos pensarán que es lógico, dado el interés general que suscita el asunto, y que aún existen mucha desinformación y mucha incertidumbre al respecto; otros, más suspicaces, podrían pensar que simplemente se trata de hacer digerir (o quizá simplemente tragar) a la población de manera más o menos didáctica unos avances tecnológicos que vienen desde arriba. o de publicitarlos a gran escala. En efecto, al plantear debates sobre la IA se suele invitar a expertos en el ramo, que naturalmente son parte interesada, y que buscan ante todo hacer pedagogía y vender el producto. Son muy escasas en esos debates los voces críticas con la IA, que son generalmente tachadas de en exceso radicales o en exceso desinformadas.
Pero apenas la población está comenzando a deglutir como puede las prácticas, usos y consecuencias de la IA en su vida diaria cuando ya asoma por el horizonte su nueva superfetación o avatar aumentado, la superinteligencia artificial (IAG o inteligencia artificial general), es decir, por resumir, la superación de la inteligencia humana por la inteligencia de las máquinas. Los apóstoles y apologetas de esa superinteligencia, mucho más entusiastas, optimistas y transhumanistas aún que los apóstoles y apologetas de la IA (y no sabemos si con razón o sin ella), auguran que la creación, implantación y extensión de esa superinteligencia entraña una tal amplificación, escalación y aumento de los procesos relacionados con la inteligencia en las máquinas que esta sobrepasará con mucho a la inteligencia humana y accederá a dominios vedados a ella.
Esos apóstoles y gurúes tecnológicos anuncian la llegada de una Nueva Era, de un Nuevo Paradigma. La superinteligencia no ayudará a la ciencia: hará ciencia ella misma, realizará descubrimientos científicos por sí misma, con muchísimos mejores resultados que la ciencia humana; creará máquinas dotadas de emoción y de empatía, quizá incluso de consciencia de sí mismas y de capacidad de decisión moral, que lo harán todo por nosotros, incluido criar y educar a nuestros hijos y cuidar y curar a nuestros enfermos; creará máquinas que gobernarán y gestionarán un mundo feliz, más allá del bien y del mal; creará vida artificial; traerá consigo la inmortalidad y la superación (no a la manera darwiniana, sino probablemente a la nietzscheana-eugenésica) de la naturaleza del homo sapiens y sus límites en una nueva especie aumentada aún por determinar; en definitiva traerá felicidad incluso a los que ya son felices, porque se tratará de una superfelicidad, una felicidad muy superior, al parecer, a la ya existente (y como siempre, el paraíso de unos suele ser el infierno de otros).
Todos estos grande vuelos, de escala teológica, y todos estos proyectos fáusticos (y quizá mefistofélicos) soñados y propagados por los defensores de la IA y de su vástago aumentado, suelen tener, curiosa, o quizá extrañamente, las alas muy cortas cuando se trata de cuestiones políticas concretas, o de asuntos específicamente políticos. Pareciera que la inteligencia política de la llamada superinteligencia es prácticamente nula. Y en los debates sobre la IA y derivados se escamotea de manera sistemática una cuestión esencial desde el punto de vista estrictamente político (y para algunos de nosotros y nosotras más que esencial): en ese bello horizonte tecnológicamente utópico, la IA y la superinteligecia ¿pueden ayudar en algo a acabar con el capitalismo, a ponerle fin? ¿O serán solo unas prótesis más, más refinadas y sofisticadas aún que las anteriores, para continuar con la explotación económica de una clase sobre las otras sobre la base de la acumulación del capital, el carácter sagrado de la propiedad privada, la división del trabajo y la explotación de una clase sobre otras? Por simplificar: ¿La superinteligencia acabará con el capitalismo o es solo un instrumento más de este para su propia perpetuación?
Es el tipo de pregunta que no suele formularse en foros y debates tecnológicos, quizá por desinterés político, quizá por ausencia de cultura política, quizá simplemente porque en esos foros la respuesta se da por hecha y es bien sabida de antemano, en consonancia con el axioma de Fredric Jameson (o quizá de Slavoj Žižek) popularizado por Mark Fisher, tan firmemente establecido en las mentes contemporáneas, de que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Pero lo cierto es que la simple formulación de esa sencilla pregunta hace aflorar como hongos las trampas de lo eludido, lo no dicho y de lo omitido en esos debates. En efecto, la pregunta puede tener dos respuestas, una inverosímil, y otra bastante obvia, a poco que se rasque un poco la superficie. La primera supondría que la IA y su primo de Zumosol (perdón por la referencia noventera), la IAG, serán capaces, en su quasi infinita inteligencia, de acabar con el capitalismo e imponer, no está claro cómo, un sistema infinitamente más justo, equitativo y racional, un régimen mucho más inteligente digno de una superinteligencia superior. Prácticamente nadie, ni si quiera los más desbordadamente entusiastas de la IA, creen ni podrían creerse una cosa así. La razón es evidente, para ellos mismos y para cualquiera: nadie es tan ingenuo como para pensar que las empresas tecnológicas chinas, estadounidenses o taiwanesas estén dejándose la vida y realizando inversiones ultramillonarias para crear artefactos que pudieran acabar borrando de la faz de la tierra su propio poder, su propia influencia y su propio enriquecimiento, que está trayendo consigo, como ya ha indicado Joana Varón, una sistemática automatización de la desigualdad.
La destrucción del capitalismo no se encuentra en modo alguno y de ninguna manera en el horizonte de los creadores, perfeccionadores e implantadores de la IA, sino lógicamente más bien justo a la inversa. Nadie es capaz de dar una respuesta racional y realista a la pregunta de cómo sería posible que las complejísimas máquinas sustentadora de la IA, sustentadas a su vez en el complejísimo entramado extractivista, productivo y económico de la sociedad tecnológica capitalista actual, podrían existir y funcionar sin ese substrato económico-político del capitalismo, cómo podrían existir sin el suelo del sistema que las ha creado y las sustenta. Las osadas fantasías de los apóstoles de la superinteligencia se estrellan así de forma aparatosa contra la cruda realidad de la producción capitalista, del funcionamiento de la competencia, el consumo, el libre mercado, la plusvalía y la creación de valor como fundamentos de toda inversión tecnológica, y naturalmente contra el potentísimo entramado político y militar que lo protege y que constituye e principal motor de la investigación tecnológica.
La novedosísima y radical novedad de la IA, que prometía traer infinitas novedosísimas y radicales novedades, casi todas buena y beneficiosas (¿para quién?), se revela de pronto en el plano político y económico como más de lo mismo, como (en su versión castiza) querías arroz, pues toma tres tazas, como un proyecto de una viejunez insostenible. Al aterrizar en el burdo suelo de la Realpolitik, el gran sueño de la IA demuestra su carácter viejísimo, su naturaleza de cosa rancia que no trae novedad alguna sino mera perpetuación de lo mismo por los mismos de siempre, pero aumentado. Y plantea, en ese aterrizaje defectuoso, muchas preguntas casi siniestras en su absurdidad: ¿cómo es posible que la superinteligencia vaya a traer el fin de la humanidad tal y como la conocemos, y del mundo humano tal y como lo conocemos, y su substitución por un mundo suprahumano, y en cambio no pueda acabar con el capitalismo? ¿Es que acaso el capitalismo es algo anterior a la naturaleza humana, o anterior al tiempo incluso, como parecen creer algunos de nuestros contemporáneos? ¿Debemos considerar que estos defensores de la superinteligencia dan la razón definitiva, en lo que atañe al decurso y despliegue de la historia, a Karl Marx, el primero en hablar de un posible sujeto automático del capital independiente de los sujetos humanos? ¿Están defendiendo los superdefensores de la superinteligencia un supercapitalismo ya definitiva y siniestramente más que humano?
Porque, en efecto, en los foros tecnológicos no se trata nunca de asuntos tales como si la IA ayudará o no en algo, y de qué manera, a la implantación y desarrollo de los feminismos y los anticolonialismos, al problema de la vivienda y de la propiedad de la tierra, al aumento del nivel económico de los trabajadores, a la inflación y subida de los precios, a un mejor acceso a la sanidad o la educación, a los problemas de transporte y movilidad, al cambio climático. Los defensores e impulsadores de la IA saben muy bien (y eso es muy extraño dada las injerencias que se permiten en el resto de ámbitos) que las decisiones sobre esos asuntos no pertenecen a su ámbito, pero tampoco explicitan a quién pertenecerá ese ámbito y a quién pertenecerá tomar esas decisiones. ¿Van a ser poderosas máquina superinteligentes las que tomen las decisiones políticas que incumben a los humanos? ¿Van a ser los mismos de siempre y de la clase de siempre los que las tomen utilizando esas máquinas? ¿Va a ser una mezcla de las dos cosas? Cualquiera de las tres opciones resulta bastante desoladora desde el punto de vista de las políticas emancipadoras. ¿Van a implantar las superinteligencias una democracia verdaderamente participativa y una sociedad sin clases? ¿Y cómo van a hacerlo si la clase hegemónica cuenta con los medios de producción y los avances y contingentes militares más devastadores de la Historia? Estas dos últimas preguntas dejan bien claro que desde el punto de vista de la libertad política, las ganancias que pueden esperarse de la IA son más bien escasas, tirando a nulas (si es que alguna vez la libertad y la emancipación política estuvieron en consideración en este asunto).
Parece bastante claro que la utopía que nos ofrecen los apóstoles de la superinteligencia consiste en cambiar o transmutar la humanidad o la esencia de lo humano para que el mundo (económico-político) siga igual (o aún más hermético a la libertad.) Es decir: sacrificar nuestra especie (lo mismo que el resto de especies animales) por el bien de estructuras económicas y políticas consideradas inmutables. Parece un trato bastante desventajoso y ruinoso para la humanidad (y el resto de especies), pero los gobiernos, las empresas tecnológicas multinacionales, los expertos y la mayoría de los medios de comunicación saben venderlo muy bien. Esa utopía que, como suele ser habitual, busca hacer mejor la vida de la gente sin la gente (e incluso contra ella), se funda sobre una paradoja insalvable, que deja clara la naturaleza disonante del proyecto: crear un capitalismo más humano pero sin la humanidad, regido y dirigido por máquinas no humanas, y que deje de una vez atrás las debilidades y miserias del homo sapiens (excepto el ansia de poder y el ansia de lucro).
Es aproximadamente en estos momentos de la discusión cuando suele blandirse el argumento de la neutralidad de la hipertecnología y de su naturaleza de pura herramienta: es como un cuchillo, puede servir para matar o simplemente para cortar una sandía o incluso, usado como bisturí, para salvar vidas. Estamos totalmente de acuerdo en que la tecnología es una herramienta y, como tal, será siempre usada por el poder para sus fines: el patriarcado la utilizará para preservar y reproducir el patriarcado, el capitalismo para preservar y reproducir el capitalismo, una sociedad hiperautoritaria para para preservarse y reproducirse a sí misma (como por otra parte vemos a diario). Por tanto si se quiere hacer un uso más justo, libre, racional (en el sentido de la razón común) y equitativo de la tecnología habrá que implantar una sociedad más justa, libre, racional y equitativa, algo para lo que la tecnología, en tanto instrumento, en nada ayuda, pues ya está predeterminada por la marca de su amo (las multinacionales y Estados que las crean). La hipertecnología actual es una herramienta pero no es neutra: es producto de un complejísimo sistema socioeconómico sin el cual ni se da ni podrá nunca darse, y refleja todos y cada uno de sus sesgos; pensar en una hipertecnología como la actual sin capitalismo es como (evocando a Lichtenberg) pensar en un cuchillo sin mango y que no tiene hoja. Por eso el transhumanismo solo es capaz de construir sus utopías únicamente dentro del capitalismo.
Y de hecho los primeros escarceos de la IA en la vida de la pólis no son hasta ahora especialmente halagüeños; en esa línea indicada de herramienta del amo, ha traído cualquier cosa menos novedad, y se ha mostrado como adalid de cosas tan antiguas como la desinformación o el bulo, y en correa de transmisión de ideologías ultraconservadoras igualmente arcaicas que defienden el machismo, el racismo, la aporofobia y cosas similares. No se le conocen aún efectos positivos en ese ámbito, aunque algunos los esperan llenos de un optimismo que produce algo de cringe. Y en cuanto a la economía, la extensión de internet y de su IA ha coincidido en el tiempo (pura casualidad y no causalidad, dirán algunos) con el periodo de mayor enriquecimiento de unos pocos; es posible que, siguiendo esa tendencia en escalada, la superinteligencia consiga que los ricos (cada vez menos) ganen más y vivan más y muchísimo mejor que nunca, y los pobres (cada vez más) vivan igual de mal que siempre. En todo caso, nada nuevo bajo el sol.
Capítulo aparte merece el desmesurado consumo de energía que requiere la IA, pequeño a su vez comparado con el que requerirá la superinteligencia, que harán que la demanda de electricidad se sextuplique en los próximos diez años. Los apóstoles de la superinteligencia ya tienen solución para eso (como para todo en realidad): según ellos la superinteligencia, precisamente porque es superinteligencia, encontrará ella sola, en un futuro indeterminad, la solución para ese problema energético, así como para el cambio climático, la contaminación, etc., desvelándose así con toda claridad la naturaleza religiosa, mesiánica y soterológica de su discurso, que convierte a esa superinteligencia en el gran Paracleto (literalmente el Consolador) de nuestra era. Mientras esas soluciones llegan, la IA ya está impulsando la renuclearización en Estados Unidos: Microsoft se propone reabrir la central nuclear de Three Mile Island (el llamado «Chernóbil estadounidense» por el accidente nuclear allí ocurrido) para que le abastezca de energía durante 20 años. Le han seguido en la iniciativa Google y Amazon.
Y finalmente, las aplicaciones militares de esa IA y su superinteligencia, que no ha llegado solo para traernos la superfelicidad, sino también la superdestrucción. El ejemplo de Gaza es sin duda paradigmático: los tan cacareados ataque quirúrgicos de los drones no substituyen, sino que conviven tranquilamente con el exterminio masivo de población civil a través de ataques facilitados por la IA. Durante el primer mes de la ofensiva de Gaza, el ejército del Estado de Israel (uno de los mejor pertrechados tecnológicamente del mundo) atacó 15.000 objetivos, muchos de ellos civiles, un volumen de bombardeos exorbitado, posibilitado por la IA que como siempre pone el énfasis en lo cuantitativo y no en lo cualitativo, y lo facilita: aplicada a la destrucción, significa destrucción a la enésima potencia. No esperemos por ello cambios en lo cuantitativo o de naturaleza en las nuevas guerras inteligentes (como pregonan algunos): solo traerán incremento de los valores de aniquilación a través de instrumentos cada vez más refinados e inteligencias absolutamente desprovistas de empatía y compasión, que según los gurúes de la IAG tomarán en un futuro cercano decisiones de ataque y combate (si es que no las están tomando ya). El exterminio en Gaza y la guerra en Medio Oriente se están mostrando como un escaparate perfecto y una maravillosa ventana de oportunidades (por utilizar el cínico lenguaje de la economía liberal) para probar esas nuevas tecnologías de la aniquilación (quizá aquí estaría una de las razones de su cruel e innecesaria prolongación en el tiempo).
No, la superinteligencia que viene y sus tecnologías no acabarán nunca con el capitalismo, sencillamente porque son parte de él, y en estos momentos son además su alma, su motor económico y su corona. De hecho, como ya hemos apuntado, el capitalismo está construyendo en la actualidad, con la ayuda de la IA y sus utopías, un horizonte existencial y religioso-teológico (y por tanto también político) para el sistema que incluye la inmortalidad, Y todos los indicios parecen indicar que la lucha de fondo que se está estableciendo con la irrupción de la nueva formas de IA no es, como pudiera parecer y como se intenta que parezca, la del humanismo contra el transhumanismo, es decir, el fin de una determinada visión del humano cultivada en Occidente frente a otra que considera que lo humano tiene ya fecha de caducidad y es algo obsoleto (mera mascota de sus máquinas). No, que los cantos de sirena tecnologizantes no nos hechicen: la lucha de fondo es la que se está dando entre la humanidad por un lado y el capitalismo tecnoindustrial y superinteligente por el otro, pertrechado de sus hipertecnologías, que amenaza no solo la vida de miles de especies vegetales y animales, sino también la de la propia especie humana que, si es necesario, podría ser sacrificada en el altar de la economía para dar paso a una superhumanidad más inteligente, al parecer, y mejor adaptada al capitalismo, y cada vez más similar a una máquina. Está claro que el enemigo de la emancipación no es en primera instancia la hipertecnología computacional, sino los poderes y el sistema que los usan como herramienta, pero esa herramienta es indisociable ontológicamente de esos poderes y de ese sistema, y la hacen por ello absolutamente inerme e incapaz en todas aquellas luchas por la emancipación política que busquen algo más que pedirle un simple aumento de sueldo o un poquito más de benevolencia a los poderes situados en lo alto. Nos tememos que, mientras las reglas de juego las siga imponiendo el capitalismo, los movimientos sociales de aliento emancipador solo podrán hacer un uso vicario, deficitario, minoritario e impotente de las herramientas cibertecnológicas del amo.
No parece muy sensato poner esperanzas emancipadoras en esas tecnologías avanzadas; antes bien, el esfuerzo debería ponerse en estar vigilantes para desenmascarar en todo momento su naturaleza opresiva en lo político, explotadora en lo económico, devastadora en lo militar y ecológico, alienante en lo social y distorsionadora y empobrecedora en lo ontológico; en reducir al máximo, en la medida de lo posible, su uso y su extensión; y en detener por los medios que se considere oportuno su avance deshumanizador y devastador del medio ambiente.
*Miembro del Grupo Surrealista de Madrid y coeditor de la revista Salamandra. Autor de Delirio transductivo. Inteligencia artificial y lenguajes artificiales (La Torre Magnética, 2024).
Fuente: Rebelión
Por Jesús García Rodríguez*
La llamada inteligencia artificial ya es parte de la vida diaria de los humanos, sea con su consentimiento o sin él. A ese hecho le acompaña, desde hace meses, una sobreabundancia de artículos, reportajes e informaciones sobre la IA.
Muchos pensarán que es lógico, dado el interés general que suscita el asunto, y que aún existen mucha desinformación y mucha incertidumbre al respecto; otros, más suspicaces, podrían pensar que simplemente se trata de hacer digerir (o quizá simplemente tragar) a la población de manera más o menos didáctica unos avances tecnológicos que vienen desde arriba. o de publicitarlos a gran escala. En efecto, al plantear debates sobre la IA se suele invitar a expertos en el ramo, que naturalmente son parte interesada, y que buscan ante todo hacer pedagogía y vender el producto. Son muy escasas en esos debates los voces críticas con la IA, que son generalmente tachadas de en exceso radicales o en exceso desinformadas.
Pero apenas la población está comenzando a deglutir como puede las prácticas, usos y consecuencias de la IA en su vida diaria cuando ya asoma por el horizonte su nueva superfetación o avatar aumentado, la superinteligencia artificial (IAG o inteligencia artificial general), es decir, por resumir, la superación de la inteligencia humana por la inteligencia de las máquinas. Los apóstoles y apologetas de esa superinteligencia, mucho más entusiastas, optimistas y transhumanistas aún que los apóstoles y apologetas de la IA (y no sabemos si con razón o sin ella), auguran que la creación, implantación y extensión de esa superinteligencia entraña una tal amplificación, escalación y aumento de los procesos relacionados con la inteligencia en las máquinas que esta sobrepasará con mucho a la inteligencia humana y accederá a dominios vedados a ella.
Esos apóstoles y gurúes tecnológicos anuncian la llegada de una Nueva Era, de un Nuevo Paradigma. La superinteligencia no ayudará a la ciencia: hará ciencia ella misma, realizará descubrimientos científicos por sí misma, con muchísimos mejores resultados que la ciencia humana; creará máquinas dotadas de emoción y de empatía, quizá incluso de consciencia de sí mismas y de capacidad de decisión moral, que lo harán todo por nosotros, incluido criar y educar a nuestros hijos y cuidar y curar a nuestros enfermos; creará máquinas que gobernarán y gestionarán un mundo feliz, más allá del bien y del mal; creará vida artificial; traerá consigo la inmortalidad y la superación (no a la manera darwiniana, sino probablemente a la nietzscheana-eugenésica) de la naturaleza del homo sapiens y sus límites en una nueva especie aumentada aún por determinar; en definitiva traerá felicidad incluso a los que ya son felices, porque se tratará de una superfelicidad, una felicidad muy superior, al parecer, a la ya existente (y como siempre, el paraíso de unos suele ser el infierno de otros).
Todos estos grande vuelos, de escala teológica, y todos estos proyectos fáusticos (y quizá mefistofélicos) soñados y propagados por los defensores de la IA y de su vástago aumentado, suelen tener, curiosa, o quizá extrañamente, las alas muy cortas cuando se trata de cuestiones políticas concretas, o de asuntos específicamente políticos. Pareciera que la inteligencia política de la llamada superinteligencia es prácticamente nula. Y en los debates sobre la IA y derivados se escamotea de manera sistemática una cuestión esencial desde el punto de vista estrictamente político (y para algunos de nosotros y nosotras más que esencial): en ese bello horizonte tecnológicamente utópico, la IA y la superinteligecia ¿pueden ayudar en algo a acabar con el capitalismo, a ponerle fin? ¿O serán solo unas prótesis más, más refinadas y sofisticadas aún que las anteriores, para continuar con la explotación económica de una clase sobre las otras sobre la base de la acumulación del capital, el carácter sagrado de la propiedad privada, la división del trabajo y la explotación de una clase sobre otras? Por simplificar: ¿La superinteligencia acabará con el capitalismo o es solo un instrumento más de este para su propia perpetuación?
Es el tipo de pregunta que no suele formularse en foros y debates tecnológicos, quizá por desinterés político, quizá por ausencia de cultura política, quizá simplemente porque en esos foros la respuesta se da por hecha y es bien sabida de antemano, en consonancia con el axioma de Fredric Jameson (o quizá de Slavoj Žižek) popularizado por Mark Fisher, tan firmemente establecido en las mentes contemporáneas, de que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Pero lo cierto es que la simple formulación de esa sencilla pregunta hace aflorar como hongos las trampas de lo eludido, lo no dicho y de lo omitido en esos debates. En efecto, la pregunta puede tener dos respuestas, una inverosímil, y otra bastante obvia, a poco que se rasque un poco la superficie. La primera supondría que la IA y su primo de Zumosol (perdón por la referencia noventera), la IAG, serán capaces, en su quasi infinita inteligencia, de acabar con el capitalismo e imponer, no está claro cómo, un sistema infinitamente más justo, equitativo y racional, un régimen mucho más inteligente digno de una superinteligencia superior. Prácticamente nadie, ni si quiera los más desbordadamente entusiastas de la IA, creen ni podrían creerse una cosa así. La razón es evidente, para ellos mismos y para cualquiera: nadie es tan ingenuo como para pensar que las empresas tecnológicas chinas, estadounidenses o taiwanesas estén dejándose la vida y realizando inversiones ultramillonarias para crear artefactos que pudieran acabar borrando de la faz de la tierra su propio poder, su propia influencia y su propio enriquecimiento, que está trayendo consigo, como ya ha indicado Joana Varón, una sistemática automatización de la desigualdad.
La destrucción del capitalismo no se encuentra en modo alguno y de ninguna manera en el horizonte de los creadores, perfeccionadores e implantadores de la IA, sino lógicamente más bien justo a la inversa. Nadie es capaz de dar una respuesta racional y realista a la pregunta de cómo sería posible que las complejísimas máquinas sustentadora de la IA, sustentadas a su vez en el complejísimo entramado extractivista, productivo y económico de la sociedad tecnológica capitalista actual, podrían existir y funcionar sin ese substrato económico-político del capitalismo, cómo podrían existir sin el suelo del sistema que las ha creado y las sustenta. Las osadas fantasías de los apóstoles de la superinteligencia se estrellan así de forma aparatosa contra la cruda realidad de la producción capitalista, del funcionamiento de la competencia, el consumo, el libre mercado, la plusvalía y la creación de valor como fundamentos de toda inversión tecnológica, y naturalmente contra el potentísimo entramado político y militar que lo protege y que constituye e principal motor de la investigación tecnológica.
La novedosísima y radical novedad de la IA, que prometía traer infinitas novedosísimas y radicales novedades, casi todas buena y beneficiosas (¿para quién?), se revela de pronto en el plano político y económico como más de lo mismo, como (en su versión castiza) querías arroz, pues toma tres tazas, como un proyecto de una viejunez insostenible. Al aterrizar en el burdo suelo de la Realpolitik, el gran sueño de la IA demuestra su carácter viejísimo, su naturaleza de cosa rancia que no trae novedad alguna sino mera perpetuación de lo mismo por los mismos de siempre, pero aumentado. Y plantea, en ese aterrizaje defectuoso, muchas preguntas casi siniestras en su absurdidad: ¿cómo es posible que la superinteligencia vaya a traer el fin de la humanidad tal y como la conocemos, y del mundo humano tal y como lo conocemos, y su substitución por un mundo suprahumano, y en cambio no pueda acabar con el capitalismo? ¿Es que acaso el capitalismo es algo anterior a la naturaleza humana, o anterior al tiempo incluso, como parecen creer algunos de nuestros contemporáneos? ¿Debemos considerar que estos defensores de la superinteligencia dan la razón definitiva, en lo que atañe al decurso y despliegue de la historia, a Karl Marx, el primero en hablar de un posible sujeto automático del capital independiente de los sujetos humanos? ¿Están defendiendo los superdefensores de la superinteligencia un supercapitalismo ya definitiva y siniestramente más que humano?
Porque, en efecto, en los foros tecnológicos no se trata nunca de asuntos tales como si la IA ayudará o no en algo, y de qué manera, a la implantación y desarrollo de los feminismos y los anticolonialismos, al problema de la vivienda y de la propiedad de la tierra, al aumento del nivel económico de los trabajadores, a la inflación y subida de los precios, a un mejor acceso a la sanidad o la educación, a los problemas de transporte y movilidad, al cambio climático. Los defensores e impulsadores de la IA saben muy bien (y eso es muy extraño dada las injerencias que se permiten en el resto de ámbitos) que las decisiones sobre esos asuntos no pertenecen a su ámbito, pero tampoco explicitan a quién pertenecerá ese ámbito y a quién pertenecerá tomar esas decisiones. ¿Van a ser poderosas máquina superinteligentes las que tomen las decisiones políticas que incumben a los humanos? ¿Van a ser los mismos de siempre y de la clase de siempre los que las tomen utilizando esas máquinas? ¿Va a ser una mezcla de las dos cosas? Cualquiera de las tres opciones resulta bastante desoladora desde el punto de vista de las políticas emancipadoras. ¿Van a implantar las superinteligencias una democracia verdaderamente participativa y una sociedad sin clases? ¿Y cómo van a hacerlo si la clase hegemónica cuenta con los medios de producción y los avances y contingentes militares más devastadores de la Historia? Estas dos últimas preguntas dejan bien claro que desde el punto de vista de la libertad política, las ganancias que pueden esperarse de la IA son más bien escasas, tirando a nulas (si es que alguna vez la libertad y la emancipación política estuvieron en consideración en este asunto).
Parece bastante claro que la utopía que nos ofrecen los apóstoles de la superinteligencia consiste en cambiar o transmutar la humanidad o la esencia de lo humano para que el mundo (económico-político) siga igual (o aún más hermético a la libertad.) Es decir: sacrificar nuestra especie (lo mismo que el resto de especies animales) por el bien de estructuras económicas y políticas consideradas inmutables. Parece un trato bastante desventajoso y ruinoso para la humanidad (y el resto de especies), pero los gobiernos, las empresas tecnológicas multinacionales, los expertos y la mayoría de los medios de comunicación saben venderlo muy bien. Esa utopía que, como suele ser habitual, busca hacer mejor la vida de la gente sin la gente (e incluso contra ella), se funda sobre una paradoja insalvable, que deja clara la naturaleza disonante del proyecto: crear un capitalismo más humano pero sin la humanidad, regido y dirigido por máquinas no humanas, y que deje de una vez atrás las debilidades y miserias del homo sapiens (excepto el ansia de poder y el ansia de lucro).
Es aproximadamente en estos momentos de la discusión cuando suele blandirse el argumento de la neutralidad de la hipertecnología y de su naturaleza de pura herramienta: es como un cuchillo, puede servir para matar o simplemente para cortar una sandía o incluso, usado como bisturí, para salvar vidas. Estamos totalmente de acuerdo en que la tecnología es una herramienta y, como tal, será siempre usada por el poder para sus fines: el patriarcado la utilizará para preservar y reproducir el patriarcado, el capitalismo para preservar y reproducir el capitalismo, una sociedad hiperautoritaria para para preservarse y reproducirse a sí misma (como por otra parte vemos a diario). Por tanto si se quiere hacer un uso más justo, libre, racional (en el sentido de la razón común) y equitativo de la tecnología habrá que implantar una sociedad más justa, libre, racional y equitativa, algo para lo que la tecnología, en tanto instrumento, en nada ayuda, pues ya está predeterminada por la marca de su amo (las multinacionales y Estados que las crean). La hipertecnología actual es una herramienta pero no es neutra: es producto de un complejísimo sistema socioeconómico sin el cual ni se da ni podrá nunca darse, y refleja todos y cada uno de sus sesgos; pensar en una hipertecnología como la actual sin capitalismo es como (evocando a Lichtenberg) pensar en un cuchillo sin mango y que no tiene hoja. Por eso el transhumanismo solo es capaz de construir sus utopías únicamente dentro del capitalismo.
Y de hecho los primeros escarceos de la IA en la vida de la pólis no son hasta ahora especialmente halagüeños; en esa línea indicada de herramienta del amo, ha traído cualquier cosa menos novedad, y se ha mostrado como adalid de cosas tan antiguas como la desinformación o el bulo, y en correa de transmisión de ideologías ultraconservadoras igualmente arcaicas que defienden el machismo, el racismo, la aporofobia y cosas similares. No se le conocen aún efectos positivos en ese ámbito, aunque algunos los esperan llenos de un optimismo que produce algo de cringe. Y en cuanto a la economía, la extensión de internet y de su IA ha coincidido en el tiempo (pura casualidad y no causalidad, dirán algunos) con el periodo de mayor enriquecimiento de unos pocos; es posible que, siguiendo esa tendencia en escalada, la superinteligencia consiga que los ricos (cada vez menos) ganen más y vivan más y muchísimo mejor que nunca, y los pobres (cada vez más) vivan igual de mal que siempre. En todo caso, nada nuevo bajo el sol.
Capítulo aparte merece el desmesurado consumo de energía que requiere la IA, pequeño a su vez comparado con el que requerirá la superinteligencia, que harán que la demanda de electricidad se sextuplique en los próximos diez años. Los apóstoles de la superinteligencia ya tienen solución para eso (como para todo en realidad): según ellos la superinteligencia, precisamente porque es superinteligencia, encontrará ella sola, en un futuro indeterminad, la solución para ese problema energético, así como para el cambio climático, la contaminación, etc., desvelándose así con toda claridad la naturaleza religiosa, mesiánica y soterológica de su discurso, que convierte a esa superinteligencia en el gran Paracleto (literalmente el Consolador) de nuestra era. Mientras esas soluciones llegan, la IA ya está impulsando la renuclearización en Estados Unidos: Microsoft se propone reabrir la central nuclear de Three Mile Island (el llamado «Chernóbil estadounidense» por el accidente nuclear allí ocurrido) para que le abastezca de energía durante 20 años. Le han seguido en la iniciativa Google y Amazon.
Y finalmente, las aplicaciones militares de esa IA y su superinteligencia, que no ha llegado solo para traernos la superfelicidad, sino también la superdestrucción. El ejemplo de Gaza es sin duda paradigmático: los tan cacareados ataque quirúrgicos de los drones no substituyen, sino que conviven tranquilamente con el exterminio masivo de población civil a través de ataques facilitados por la IA. Durante el primer mes de la ofensiva de Gaza, el ejército del Estado de Israel (uno de los mejor pertrechados tecnológicamente del mundo) atacó 15.000 objetivos, muchos de ellos civiles, un volumen de bombardeos exorbitado, posibilitado por la IA que como siempre pone el énfasis en lo cuantitativo y no en lo cualitativo, y lo facilita: aplicada a la destrucción, significa destrucción a la enésima potencia. No esperemos por ello cambios en lo cuantitativo o de naturaleza en las nuevas guerras inteligentes (como pregonan algunos): solo traerán incremento de los valores de aniquilación a través de instrumentos cada vez más refinados e inteligencias absolutamente desprovistas de empatía y compasión, que según los gurúes de la IAG tomarán en un futuro cercano decisiones de ataque y combate (si es que no las están tomando ya). El exterminio en Gaza y la guerra en Medio Oriente se están mostrando como un escaparate perfecto y una maravillosa ventana de oportunidades (por utilizar el cínico lenguaje de la economía liberal) para probar esas nuevas tecnologías de la aniquilación (quizá aquí estaría una de las razones de su cruel e innecesaria prolongación en el tiempo).
No, la superinteligencia que viene y sus tecnologías no acabarán nunca con el capitalismo, sencillamente porque son parte de él, y en estos momentos son además su alma, su motor económico y su corona. De hecho, como ya hemos apuntado, el capitalismo está construyendo en la actualidad, con la ayuda de la IA y sus utopías, un horizonte existencial y religioso-teológico (y por tanto también político) para el sistema que incluye la inmortalidad, Y todos los indicios parecen indicar que la lucha de fondo que se está estableciendo con la irrupción de la nueva formas de IA no es, como pudiera parecer y como se intenta que parezca, la del humanismo contra el transhumanismo, es decir, el fin de una determinada visión del humano cultivada en Occidente frente a otra que considera que lo humano tiene ya fecha de caducidad y es algo obsoleto (mera mascota de sus máquinas). No, que los cantos de sirena tecnologizantes no nos hechicen: la lucha de fondo es la que se está dando entre la humanidad por un lado y el capitalismo tecnoindustrial y superinteligente por el otro, pertrechado de sus hipertecnologías, que amenaza no solo la vida de miles de especies vegetales y animales, sino también la de la propia especie humana que, si es necesario, podría ser sacrificada en el altar de la economía para dar paso a una superhumanidad más inteligente, al parecer, y mejor adaptada al capitalismo, y cada vez más similar a una máquina. Está claro que el enemigo de la emancipación no es en primera instancia la hipertecnología computacional, sino los poderes y el sistema que los usan como herramienta, pero esa herramienta es indisociable ontológicamente de esos poderes y de ese sistema, y la hacen por ello absolutamente inerme e incapaz en todas aquellas luchas por la emancipación política que busquen algo más que pedirle un simple aumento de sueldo o un poquito más de benevolencia a los poderes situados en lo alto. Nos tememos que, mientras las reglas de juego las siga imponiendo el capitalismo, los movimientos sociales de aliento emancipador solo podrán hacer un uso vicario, deficitario, minoritario e impotente de las herramientas cibertecnológicas del amo.
No parece muy sensato poner esperanzas emancipadoras en esas tecnologías avanzadas; antes bien, el esfuerzo debería ponerse en estar vigilantes para desenmascarar en todo momento su naturaleza opresiva en lo político, explotadora en lo económico, devastadora en lo militar y ecológico, alienante en lo social y distorsionadora y empobrecedora en lo ontológico; en reducir al máximo, en la medida de lo posible, su uso y su extensión; y en detener por los medios que se considere oportuno su avance deshumanizador y devastador del medio ambiente.
*Miembro del Grupo Surrealista de Madrid y coeditor de la revista Salamandra. Autor de Delirio transductivo. Inteligencia artificial y lenguajes artificiales (La Torre Magnética, 2024).
Fuente: Rebelión