Opinión

Bla bla bla

Cooke ya lo había advertido cuando Frondizi avanzaba con el Plan Conintes: en los países dependientes, las oligarquías redactan los diccionarios.

Por Gerardo Burton

Al principio parecía simpático por lo disruptivo. Hablar como los jóvenes varones cuasi iletrados e ilustrados por las pantallas era apenas un ejercicio de demagogia. Había una especie de simpatía hacia esos adolescentes viejos que constituyeron, entre alaridos de barra brava y asepsia digital, una importante porción de sus votantes.

Ni el periodismo oficial, siempre infatuado, tomó en cuenta esos giros del lenguaje. Ponían los ojos redondos de Tenembaum o la mirada estupefacta de O'Donnell.

Tampoco los intelectuales básicos adoctrinados desde la tribuna de La Nación, ocupados siempre en analizar los discursos de los "horribles" dirigentes y militantes del campo popular, pensaron que ahí había algo en esos giros violentos, sexistas, propalados por seudo pornógrafos.

El empresariado hizo lo mismo: la codicia ocultó la grosería. La disculpó primero, le hizo reír después.

Los religiosos, nada. Ni la Iglesia católica, siempre tan sabia en el momento de cuidar las formas (del rito, de los gestos, de las buenas maneras) apeló a sus prudentes pronunciamientos. Ni qué hablar de las iglesias sectarias, principales beneficiarias de la exacción a los movimientos sociales.

Los políticos, finalmente, aguantaron (aguantan) lo que nadie. Desde el piso semántico de la palabra "casta", miraron caer sobre sus cabezas no tan pensantes cada diatriba con que se los/las aludió. También sonríen, complacientes.

Con menos modales que Macri (que tampoco es un ejemplo de empatía ni podrá serlo jamás) y, con la excusa de una batalla cultural que lo tiene, no ya como cruzado, sino como macabeo, se ocupa del escamoteo de las palabras, del sentido y hondura del habla y, en fin, de la usurpación (otra más, y van) del lenguaje. El lenguaje no sólo es territorio a conquistar; es más que eso: es la otra cara y acaso la verdadera casa del poder. Quien domina el lenguaje (el sentido de las palabras; qué palabras se usan; cuál es la palabra prestigiosa de los hombres de bien y cuál la execrable de los otros) es dueño del poder.

Cooke ya lo había dicho cuando Frondizi avanzaba (otro que avanzó) con el Plan Conintes: en los países dependientes, las oligarquías redactan los diccionarios. Era más o menos así.

Acá no se puede hablar de oligarquía sino de banda, una banda salida de un video juego, de una ficción de pesadilla que ha producido una suerte de estupefacción en su primera etapa. Ahora está abordando una etapa superior de eso que denomina "batalla cultural". Es la fase del sometimiento o la asimilación de aquello soez o grosero cuya existencia antes se obviaba por negación o por elisión y que ahora se ha ido aceptando paulatina e impúdicamente. Así lo tenemos convertido en moda. Por ejemplo: el insulto hoy campea en discursos, entrevistas e intercambios y textos en redes sociales de cualquiera que desee prolongar o ilustrar sus cinco minutos de fama. Y parece que el uso del insulto habilita a cualquiera a responder con esa violencia inicial.

La resistencia a esta ultraderecha conservadora, que ni siquiera se anima a ser fascista porque no tiene, porque le falta un proyecto de nación, empieza y termina en el lenguaje. El lenguaje es el territorio donde se disputa el poder, el de organizar una sociedad con un pacto de convivencia y de desarrollo autónomo y genuino.

Paráfrasis de Walsh: en la Argentina las clases dirigentes operan de manera de borrar de la memoria colectiva las victorias del pueblo y entonces, está la sensación de que siempre hay que empezar de nuevo. El escamoteo y apropiación de las palabras y su sentido (por ejemplo cambio, libertad, soberanía, justicia) modela un nuevo sentido común sin historia, que olvida aquello que ocurrió más de dos días atrás. Es la bidimensionalidad de las redes digitales y las pantallas. La única profundidad de la existencia está en los píxeles de las imágenes vistas y en las estúpidas canciones de los "videítos". Si a la derrota política se le suma ésta que reinterpreta el pasado según las necesidades de los neoconservadores y blinda la lectura del presente, estamos fritos, ahora y en el futuro.

Fuente: Va con Firma