Opinión

Tamara Tenenbaum: "A veces es triste la verdad"

Las denuncias por acoso sexual en la persona del docente y periodista Pedro Brieger instalaron en estos días la cuestión de si las instituciones son capaces de señalar y castigar a sus miembros jerárquicos en pos de salvaguardar la presencia y circulación interna de miembros no jerárquicos.

Por Tamara Tenenbaum

Hace un par de semanas, cuando el periodista Alejandro Alfíe publicó un hilo de Twitter sobre los casos de acoso sexual que venía recolectando contra el docente y (también) periodista Pedro Brieger, la cuestión de las denuncias volvió brevemente al debate público. Digo que volvió brevemente porque creo que podemos estar de acuerdo en que es un tema que pasó de moda. El feminismo, en general, pasó de moda.

De hecho, la última serie sobre acoso que estuvo en el candelero fue Baby Reno, una historia en la cual el acosado es un varón. Es lógico; es lo que pasa cuando todos los temas son asimilados con la lógica de la novedad. Baby Reno llama la atención porque la idea de un acosado varón es novedosa: Las historias de acoso "esperables", las del jefe que molesta a la secretaria, ya no ofrecen ningún interés. De hecho, nos han cansado, sentimos que no tenemos nada nuevo que aprender sobre ellas. En la era del bombardeo constante de información la lógica de la novedad es hermana de la lógica del hartazgo; no pensamos, en general, que los temas que ya no tienen nada nuevo tengan algo para ofrecernos. Pero cada tanto, muy cada tanto, sucede el milagro, y una historia que se escuchó infinitas veces se nos muestra públicamente desde otro ángulo, desde preguntas que estaban allí en las que no habíamos pensado antes.

Cómo se perpetuó en sus espacios, cómo fue que nadie se enteró de nada o si todos se enteraron, pero nadie hizo nada, y por qué sucedió eso, cómo sucedió, a través de qué mecanismos concretos

En esta ocasión, la pregunta que se puso sobre la mesa fue la de la impunidad: cómo pudo sobrevivir en los medios y en la universidad un tipo que sistemáticamente acosaba estudiantes y colegas. Cómo se perpetuó en sus espacios, cómo fue que nadie se enteró de nada o si todos se enteraron, pero nadie hizo nada, y por qué sucedió eso, cómo sucedió, a través de qué mecanismos concretos.

Hubo formas más malintencionadas de hacer esa pregunta, y otras más inteligentes (como esta nota de Marcela Perelman). Digo "más inteligentes" porque el problema fundamental de los malintencionados no es ni siquiera la mala intención. El problema fundamental de quienes dicen que esto se pudo perpetuar porque los progres se protegen entre ellos o porque los kirchneristas se protegen entre ellos es que esa manera de pensar saltea completamente los mecanismos institucionales: obvio que los progres se protegen entre ellos, obvio que los kirchneristas se protegen entre ellos, igual que los antikirchneristas se protegen entre ellos y que los periodistas se protegen entre ellos y así sucesivamente.

Esto pasa en todas las instituciones, las formales y las informales, las políticas y las corporativas; pienso que, de hecho, si este tema volvió a interesar no fue solo por el morbo que siempre producen las historias de abuso, sino porque aunque el feminismo haya pasado de moda sí está de moda pensar sobre las instituciones; la pregunta por la casta es la pregunta de si las instituciones políticas están condenadas por su propia naturaleza a, eventualmente, abandonar sus objetivos primarios y convertirse en élites dedicadas a mantenerse en el poder.

La cuestión que circuló en estos días, en mejores y peores términos, es la de si las instituciones son capaces de señalar y castigar a sus miembros jerárquicos en pos de salvaguardar la presencia y circulación interna de miembros no jerárquicos. Si el periodismo, la academia, las empresas o la organización que sea son capaces de penalizar las conductas de los jefes para mantener seguras a chicas jóvenes que en general tienen menos poder que sus acosadores al interior de esas organizaciones. Es, finalmente, una variante de la pregunta por la casta: un caso particular de la cuestión más profunda sobre la maleabilidad y la justicia de las instituciones que administran nuestras vidas.

No quiero mentir; no sé si es feminista mi posición, pero soy bastante pesimista con este tema. Hace un par de años traduje para la editorial Caja negra el libro ¡Denuncia! El activismo de la queja frente a la violencia institucional. Como yo también soy víctima de la lógica de la novedad y el hartazgo, cuando empecé a leerlo pensé que, aunque lo hubiera escrito una filósofa tan buena como Sara Ahmed, era poco probable que me aportara alguna cosa muy sustancial que no se me hubiera ocurrido antes; por supuesto y por suerte, me equivoqué.

¡Denuncia! habla justamente de casos como el de Brieger, en los que las víctimas se reúnen en denuncias colectivas para protegerse mutuamente del impacto que tienen en general las denuncias públicas sobre quienes las hacen. Habla, también, de los casos que no llegan a la denuncia, de las denuncias que se abandonan y de quienes lo pierden todo en una denuncia. Es un libro, finalmente, que trata sobre el poder. Ahmed decide escribirlo luego de tomar la decisión de renunciar a su puesto en Goldsmiths, una universidad emblemática para la izquierda británica, a raíz de lo que Ahmed juzgaba era una indiferencia e inoperancia total en lo que tocaba a las denuncias de acoso y abuso sexual que las estudiantes hacían contra los docentes. Ahmed renuncia porque siente que las instituciones no tienen esperanza: que es virtualmente imposible que organicen mecanismos para expulsar a los poderosos y beneficiar a quienes no tienen poder; que será siempre imposible ir contra los grandes nombres, contra quienes pagan los sueldos o consiguen la publicidad o los fondos como para pagar los sueldos. Parece pensar, Ahmed, que el futuro tiene que estar por fuera de las instituciones.

Digo que soy pesimista porque realmente creo que el acoso sexual habla del problema profundo del poder en todas nuestras organizaciones; no es un detalle ni un tema de nicho, es un tema que ilumina la pregunta de si es posible convivir con los niveles de desigualdad con los que convivimos. Solo un mundo más igualitario (en términos políticos, en términos sociales, en términos económicos) puede hacer que sea cada vez menos caro para una persona sin poder denunciar a una poderosa; que, como escribe Perelman en su nota, una mujer no sienta que tenga que elegir entre preservarse a sí misma y no denunciar o pensar en lo colectivo y denunciar.

Hay que seguir trabajando en mejorar los mecanismos institucionales y buscar formas creativas de proteger a quienes denuncian; pero para que eso no quede en las burocracias inútiles que denuncia Ahmed hace falta que haya menos incentivos para el corporativismo entre los jefes y menos razones para tener miedo entre sus subordinadas; eso solo puede pasar acercando posiciones, reduciendo las desigualdades en términos objetivos. Los reglamentos y las oficinas son los lugares en los que las instituciones chocan con sus límites, o más bien, chocan con los límites de una transformación localizada que se limite a una organización particular y no a un cambio social profundo. Nadie puede morder la mano que le da de comer en un mundo donde es demasiado difícil conseguir otra. Dicen que nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio: Esta sí es triste, pero lo del remedio, supongo, está por verse.

Fuente: DiarioAR