Cómo me hice troskoPor Sebastián Sayago*.
No sé si Alfredo Casero siempre fue tan reaccionario como desde hace tiempo lo demuestra. Yo admiré su trabajo en Cha cha cha, un programa de humor absurdo e irreverente, una bocanada de oxígeno en la triste década de los '90. Recuerdo, más acá en el tiempo, una conversación Televisión registrada (creo que con Fabián Gianola y Claudio Morgado todavía), en la que reivindicó la figura de Bernardo Neustadt. Me quedé con un sabor amargo. No tuve más noticias de él hasta que empezó a pasear por ciertos medios de comunicación representando el rol de crítico artista antikirchnerista (¡para defender a Macri!). Una pena.
Tampoco sé cómo fue que Jorge Lanata terminó siendo lo que ahora es. Recuerdo que me impactó la aparición de Página 12, bajo su dirección. Me encantó su estilo sarcástico e informal, la orientación de sus investigaciones, las plumas que escribían, la postura antimenemista. Cantaba León Gieco: "Compramos el Página, leemos a Galeano / cantamos con la Negra, escuchamos Víctor Jara". Y, para muchos, era más o menos así. Ahora, que Lanata se transformó en algo que antes hubiera repudiado, no puedo evitar sentirme decepcionado.
Alguien puede decir que, en realidad, ninguno de ellos se traicionó a sí mismo ni a nadie, que simplemente se dieron cuenta de cómo son las cosas en realidad. Como se escucha decir: "A los cincuenta no se puede pensar igual que a los veinticinco. Uno entiende más cosas, acepta la realidad y se da cuenta de que ciertos idealismos son pura testarudez". Correrse ideológicamente a la derecha sería un indicio de madurez.
Las decepciones en política
¿Usted alguna vez sufrió una decepción política? Yo, varias veces. En el fondo, tal vez haya sido mi culpa, porque no está bien andar por la vida diciendo que a uno lo engañaron, que cierto político no fue sincero, que no tuvo la capacidad o la solidez moral que uno esperaba, que priorizó un triunfo electoral o la demagogia por encima de los principios que declaraba. Tal vez las cosas ya estaban claras de antes y uno no quiso verlas.
Cuando era muy joven, me sumé al Partido Intransigente, un partido de centroizquierda derivado de la UCRI, conducido por Oscar Alende. En las elecciones legislativas de 1985, obtuvo casi un millón de votos y fue tercera fuerza nacional. Lamentablemente, en vez de consolidar el partido como tercera fuerza, sus dirigentes lo embarcaron en una alianza con el Partido Justicialista, que terminó en el apoyo a la candidatura de Carlos Menem. Una gran decepción.
Recuerdo charlas en aquellos tiempos con mis amigos peronistas. Muchos decidieron quedarse en el justicialismo durante las presidencias menemistas, convencidos de que había que dar la pelea "desde adentro". Muy bien no les fue, teniendo en cuenta el resultado de esos diez años. Gran parte de esa obra de destrucción masiva todavía está vigente, inalterada.
Luego me sentí convocado por el Frente Grande de Carlos ‘Chacho' Álvarez y compañía. Otro proyecto de centroizquierda fallido. Con el fin de lograr un rápido acceso al poder, redujo todas sus banderas al ‘antimenemismo' y terminó en una alianza con la Unión Cívica Radical. Todos sabemos cómo finalizó esa historia.
Varios años después, viví una experiencia similar con Proyecto Sur, espacio de centroizquierda liderado por Fernando ‘Pino' Solanas. También se pudo haber consolidado como tercera fuerza nacional y ser una alternativa al binomio PJ-UCR, pero, en cambio, su dirigencia utilizó el sello partidario y la fuerza de sus militantes para realizar alianzas autodestructivas: primero, con Elisa Carrió y el radicalismo y, finalmente, con Frente de Todos. Del prometedor partido progresista no quedó nada.
Solanas fue designado representante ante la UNESCO y se mudó a París. Quienes estuvimos en Proyecto Sur hubiéramos deseado que pusiera indeclinables condiciones para asumir ese cargo: concretamente, que el Ministerio de Ambiente no quedara en manos de Juan Cabandié y los funcionarios amigos de Barrick Gold. Pero ni eso.
El problema es el capitalismo
Muchas personas piensan que el capitalismo es el mejor sistema político, económico y cultural posible. Opinan también que, si hay algo que discutir, es el tipo de capitalismo, si es de corte neoliberal o de corte más inclusivo (‘populista', si se quiere). Como dijera Alberto Fernández en su campaña, hay que impulsar "un capitalismo donde la gente consuma, porque ese es el único capitalismo que sirve".
Para otros, el problema de fondo no es el neoliberalismo, sino el capitalismo. Asumimos que es un sistema basado en la explotación, en una injusta concentración de riqueza, en la promoción de la pobreza y la exclusión social. No todo el mundo puede ser consumidor. Y, además, la idea de consumo también debe ser objeto de crítica, porque los costos de los productos deben ser evaluados tomando como referencia algo más que los precios y la relación con el salario: la explotación que entrañan. Si un juguete o una remera son baratos pero, para su elaboración, se explotó a personas, el costo es demasiado alto en términos humanitarios. Si para fabricar autopartes de artefactos electrónicos se contaminan ríos y se afecta la vida de millones de personas, el acceso al consumo no es un alivio.
Vivimos en una sociedad capitalista, por supuesto, y nuestro modo de vida está condicionado por sus pautas. Pero no por estar en esta etapa de la historia estamos obligados aceptar que el capitalismo es bueno e inevitable. Es un sistema injusto y ojalá sea superado por uno mejor, basado en la solidaridad, la igualdad de oportunidades, el respeto de los derechos de las personas, el cuidado del ambiente. A esta altura de mi vida, acepto que no lo viviré, pero no me resigno a dejar de anhelarlo.
Al final, soy trosko
Mis experiencias en la centroizquierda no fueron buenas. Demasiados sapos. Pero, además, viendo el asunto en perspectiva, entiendo que sus programas no eran suficientemente claros respecto de la validez del capitalismo. En el mejor de los casos, esbozaban un avance hacia un socialismo nacional. Y ese no es un punto menor: un verdadero socialismo debe ser internacionalista, porque no pueden ser indiferentes las situaciones de explotación en otras partes del mundo. Las víctimas inocentes de los bombardeos rusos en Siria o de Estados Unidos en otros países de Medio Oriente, el sufrimiento de los habitantes de la Franja de Gaza, los millones condenados al hambre en el continente africano y en el resto del mundo, etc. Todo eso debe importar.
Entonces, veo que los partidos troskistas levantan las banderas que respeto: proponen la superación del capitalismo con un socialismo mejorado a partir de todas las experiencias fallidas, defienden los derechos de la clase obrera, reivindican el respeto de la diversidad de género y de la diversidad de razas, defienden el medioambiente e insisten en el desarrollo de un sistema de producción sustentable y equitativo (no basado en la explotación y la acumulación desmedida de capital).
Tienen una retórica combativa, que puede resultar incómoda a veces (sobre todo, si estamos acostumbrados a los discursos hegemónicos que dicen más o menos lo mismo, todo el tiempo). Tienden a hacer planteos sintéticos, acostumbrados a no tener tiempo para explayarse en sus argumentaciones. Si invitan a sus dirigentes a un programa de televisión, les dan solo cinco minutos para hablar de un tema puntual.
Así que, porque creo que hay que apoyar a quienes luchan por lo que uno considera justo y necesario, me asumo como trosko. No sé qué clase de trosko soy, ya que me siento cercano a todas las variantes que conozco, las que ahora están en el Frente de Izquierda Unidad y las que no están todavía, pero ojalá se sumen. Soy un trosko amplio e independiente, entonces.
Y fue como cuento. Cada vez que me encontraba militantes de izquierda repartiendo volantes en cualquier ciudad, criticando el capitalismo y proponiendo la unidad de los trabajadores y las trabajadoras, se me dibujaba una sonrisa en el corazón y me sentía dichoso y agradecido porque estaban ahí, con la fuerza de sus ideales.
Finalmente, asumo sin problemas que no ganaremos las próximas elecciones. Ni las otras. No importa. Las campañas electorales, junto con otras instancias de movilización y de comunicación, son modos de difundir un mensaje lleno de inconformismo y esperanza, un mensaje que molesta porque insiste en señalar que esto está mal, que no es eterno y que debe cambiar, de un modo o de otro.
Sucedió estos días, sin ir más lejos, cuando la izquierda denunció la represión a trabajadores del frigorífico Penta, en la provincia de Buenos Aires, o cuando Nicolás del Caño y Romina del Plá presentaron en la Cámara de Diputados un proyecto de impuestos extraordinarios a los grandes patrimonios y a las altas rentas para hacer frente al costo social del coronavirus y apoyar a quienes la ayuda de $10.000 dada por el gobierno resulta insuficiente. Plata para una verdadera justicia social hay, lo que pasa es que está mal repartida o se gasta en el pago de oscuras deudas. Más o menos como en Chubut, ¿no?
*Docente e investigador en la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco.
Por Sebastián Sayago*.
No sé si Alfredo Casero siempre fue tan reaccionario como desde hace tiempo lo demuestra. Yo admiré su trabajo en Cha cha cha, un programa de humor absurdo e irreverente, una bocanada de oxígeno en la triste década de los '90. Recuerdo, más acá en el tiempo, una conversación Televisión registrada (creo que con Fabián Gianola y Claudio Morgado todavía), en la que reivindicó la figura de Bernardo Neustadt. Me quedé con un sabor amargo. No tuve más noticias de él hasta que empezó a pasear por ciertos medios de comunicación representando el rol de crítico artista antikirchnerista (¡para defender a Macri!). Una pena.
Tampoco sé cómo fue que Jorge Lanata terminó siendo lo que ahora es. Recuerdo que me impactó la aparición de Página 12, bajo su dirección. Me encantó su estilo sarcástico e informal, la orientación de sus investigaciones, las plumas que escribían, la postura antimenemista. Cantaba León Gieco: "Compramos el Página, leemos a Galeano / cantamos con la Negra, escuchamos Víctor Jara". Y, para muchos, era más o menos así. Ahora, que Lanata se transformó en algo que antes hubiera repudiado, no puedo evitar sentirme decepcionado.
Alguien puede decir que, en realidad, ninguno de ellos se traicionó a sí mismo ni a nadie, que simplemente se dieron cuenta de cómo son las cosas en realidad. Como se escucha decir: "A los cincuenta no se puede pensar igual que a los veinticinco. Uno entiende más cosas, acepta la realidad y se da cuenta de que ciertos idealismos son pura testarudez". Correrse ideológicamente a la derecha sería un indicio de madurez.
Las decepciones en política
¿Usted alguna vez sufrió una decepción política? Yo, varias veces. En el fondo, tal vez haya sido mi culpa, porque no está bien andar por la vida diciendo que a uno lo engañaron, que cierto político no fue sincero, que no tuvo la capacidad o la solidez moral que uno esperaba, que priorizó un triunfo electoral o la demagogia por encima de los principios que declaraba. Tal vez las cosas ya estaban claras de antes y uno no quiso verlas.
Cuando era muy joven, me sumé al Partido Intransigente, un partido de centroizquierda derivado de la UCRI, conducido por Oscar Alende. En las elecciones legislativas de 1985, obtuvo casi un millón de votos y fue tercera fuerza nacional. Lamentablemente, en vez de consolidar el partido como tercera fuerza, sus dirigentes lo embarcaron en una alianza con el Partido Justicialista, que terminó en el apoyo a la candidatura de Carlos Menem. Una gran decepción.
Recuerdo charlas en aquellos tiempos con mis amigos peronistas. Muchos decidieron quedarse en el justicialismo durante las presidencias menemistas, convencidos de que había que dar la pelea "desde adentro". Muy bien no les fue, teniendo en cuenta el resultado de esos diez años. Gran parte de esa obra de destrucción masiva todavía está vigente, inalterada.
Luego me sentí convocado por el Frente Grande de Carlos ‘Chacho' Álvarez y compañía. Otro proyecto de centroizquierda fallido. Con el fin de lograr un rápido acceso al poder, redujo todas sus banderas al ‘antimenemismo' y terminó en una alianza con la Unión Cívica Radical. Todos sabemos cómo finalizó esa historia.
Varios años después, viví una experiencia similar con Proyecto Sur, espacio de centroizquierda liderado por Fernando ‘Pino' Solanas. También se pudo haber consolidado como tercera fuerza nacional y ser una alternativa al binomio PJ-UCR, pero, en cambio, su dirigencia utilizó el sello partidario y la fuerza de sus militantes para realizar alianzas autodestructivas: primero, con Elisa Carrió y el radicalismo y, finalmente, con Frente de Todos. Del prometedor partido progresista no quedó nada.
Solanas fue designado representante ante la UNESCO y se mudó a París. Quienes estuvimos en Proyecto Sur hubiéramos deseado que pusiera indeclinables condiciones para asumir ese cargo: concretamente, que el Ministerio de Ambiente no quedara en manos de Juan Cabandié y los funcionarios amigos de Barrick Gold. Pero ni eso.
El problema es el capitalismo
Muchas personas piensan que el capitalismo es el mejor sistema político, económico y cultural posible. Opinan también que, si hay algo que discutir, es el tipo de capitalismo, si es de corte neoliberal o de corte más inclusivo (‘populista', si se quiere). Como dijera Alberto Fernández en su campaña, hay que impulsar "un capitalismo donde la gente consuma, porque ese es el único capitalismo que sirve".
Para otros, el problema de fondo no es el neoliberalismo, sino el capitalismo. Asumimos que es un sistema basado en la explotación, en una injusta concentración de riqueza, en la promoción de la pobreza y la exclusión social. No todo el mundo puede ser consumidor. Y, además, la idea de consumo también debe ser objeto de crítica, porque los costos de los productos deben ser evaluados tomando como referencia algo más que los precios y la relación con el salario: la explotación que entrañan. Si un juguete o una remera son baratos pero, para su elaboración, se explotó a personas, el costo es demasiado alto en términos humanitarios. Si para fabricar autopartes de artefactos electrónicos se contaminan ríos y se afecta la vida de millones de personas, el acceso al consumo no es un alivio.
Vivimos en una sociedad capitalista, por supuesto, y nuestro modo de vida está condicionado por sus pautas. Pero no por estar en esta etapa de la historia estamos obligados aceptar que el capitalismo es bueno e inevitable. Es un sistema injusto y ojalá sea superado por uno mejor, basado en la solidaridad, la igualdad de oportunidades, el respeto de los derechos de las personas, el cuidado del ambiente. A esta altura de mi vida, acepto que no lo viviré, pero no me resigno a dejar de anhelarlo.
Al final, soy trosko
Mis experiencias en la centroizquierda no fueron buenas. Demasiados sapos. Pero, además, viendo el asunto en perspectiva, entiendo que sus programas no eran suficientemente claros respecto de la validez del capitalismo. En el mejor de los casos, esbozaban un avance hacia un socialismo nacional. Y ese no es un punto menor: un verdadero socialismo debe ser internacionalista, porque no pueden ser indiferentes las situaciones de explotación en otras partes del mundo. Las víctimas inocentes de los bombardeos rusos en Siria o de Estados Unidos en otros países de Medio Oriente, el sufrimiento de los habitantes de la Franja de Gaza, los millones condenados al hambre en el continente africano y en el resto del mundo, etc. Todo eso debe importar.
Entonces, veo que los partidos troskistas levantan las banderas que respeto: proponen la superación del capitalismo con un socialismo mejorado a partir de todas las experiencias fallidas, defienden los derechos de la clase obrera, reivindican el respeto de la diversidad de género y de la diversidad de razas, defienden el medioambiente e insisten en el desarrollo de un sistema de producción sustentable y equitativo (no basado en la explotación y la acumulación desmedida de capital).
Tienen una retórica combativa, que puede resultar incómoda a veces (sobre todo, si estamos acostumbrados a los discursos hegemónicos que dicen más o menos lo mismo, todo el tiempo). Tienden a hacer planteos sintéticos, acostumbrados a no tener tiempo para explayarse en sus argumentaciones. Si invitan a sus dirigentes a un programa de televisión, les dan solo cinco minutos para hablar de un tema puntual.
Así que, porque creo que hay que apoyar a quienes luchan por lo que uno considera justo y necesario, me asumo como trosko. No sé qué clase de trosko soy, ya que me siento cercano a todas las variantes que conozco, las que ahora están en el Frente de Izquierda Unidad y las que no están todavía, pero ojalá se sumen. Soy un trosko amplio e independiente, entonces.
Y fue como cuento. Cada vez que me encontraba militantes de izquierda repartiendo volantes en cualquier ciudad, criticando el capitalismo y proponiendo la unidad de los trabajadores y las trabajadoras, se me dibujaba una sonrisa en el corazón y me sentía dichoso y agradecido porque estaban ahí, con la fuerza de sus ideales.
Finalmente, asumo sin problemas que no ganaremos las próximas elecciones. Ni las otras. No importa. Las campañas electorales, junto con otras instancias de movilización y de comunicación, son modos de difundir un mensaje lleno de inconformismo y esperanza, un mensaje que molesta porque insiste en señalar que esto está mal, que no es eterno y que debe cambiar, de un modo o de otro.
Sucedió estos días, sin ir más lejos, cuando la izquierda denunció la represión a trabajadores del frigorífico Penta, en la provincia de Buenos Aires, o cuando Nicolás del Caño y Romina del Plá presentaron en la Cámara de Diputados un proyecto de impuestos extraordinarios a los grandes patrimonios y a las altas rentas para hacer frente al costo social del coronavirus y apoyar a quienes la ayuda de $10.000 dada por el gobierno resulta insuficiente. Plata para una verdadera justicia social hay, lo que pasa es que está mal repartida o se gasta en el pago de oscuras deudas. Más o menos como en Chubut, ¿no?
*Docente e investigador en la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco.