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Lorenz: "Malvinas será la guerra durante mucho tiempo, aunque ya haya terminado"

Por Federico Lorenz.

"A la hora de discutir o al momento de recordar, las islas tienen aún muchísima fuerza", destaca Federico Lorenz en su libro "Fantasmas de Malvinas", una de las obras históricas más relevantes que se han escrito sobre la guerra, la post guerra y los modos en que la sociedad argentina procesó el conflicto bélico; que este año reeditará Espacio Hudson (www.espaciohudson.com). Lorenz es investigador del CONICET; fue curador del Museo del Soldado de Malvinas en Rawson (Chubut); trabajó en la Asociación Civil Memoria Abierta, donde recopiló testimonios en un archivo audiovisual sobre el terrorismo y dirigió el Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur? hasta octubre de 2018. En este nuevo aniversario del desembarco argentino en Malvinas, brindamos a nuestros lectores el capítulo "Valijas II" de "Fantasmas de Malvinas".

"¿Se puede volver a un lugar en el que nunca se estuvo? ¿Es posible caminar nuevamente por senderos que jamás conocieron nuestros pies, pero que nuestros oídos, nuestros ojos, nuestros sueños transitaron muchas veces? La Historia ha hecho que muchos de nosotros hayamos estado en las islas Malvinas sin haber siquiera llegado al archipiélago, hasta que un azar, un plan, o un deseo realizado, nos llevan un sábado al mediodía a aterrizar en Mount Pleasant, a sentir cómo nos sellan el pasaporte, precio mínimo a pagar para que las ráfagas de un viento prohibido nos azoten la cara como en nuestra propia casa", se pregunta Federico Lorenz en el prólogo de "Fantasmas de Malvinas".

Valijas II

Por la frecuencia de los vuelos de línea, lo menos que se debe pasar en las islas Malvinas es una semana, de sábado a sábado.

Vito Dumas, en "Los cuarenta bramadores" escribió que si hubiera vivido dos meses en Wellington, Nueva Zelanda, no se hubiera permitido escribir nada sobre esa ciudad. Pero como una semana es el tiempo que había estado allí, creía haber podido percibir algunas cosas. Pienso que se imaginaba que, como ráfagas de comprensión, las postales que había podido ver en conversaciones y paseos eran suficientes para ello.

Es una buena cuestión, que tiene que ver con aquello que consideramos habilitante para hablar sobre las cosas, o para considerar como "autorizada" una opinión. Pero como las islas Malvinas no son cualquier lugar turístico, al menos para buena parte de los argentinos, nos hemos dedicado a erigir barreras conceptuales, ideológicas y experienciales de todo tipo no sólo para no hablar sobre las islas, sino para cerrar los caminos para que otros lo hagan. Los fantasmas que viven en las islas no tienen nada que ver con los fantasmas que alimentan estos temores y estas prevenciones.

Pero de repente, un día, el páramo se abre ante nosotros al salir de "Migraciones" mientras el viento nos da la primera cachetada. Debería haber escrito esto en las páginas que escribí hablando de la llegada a Malvinas. Pero me doy cuenta de que nunca conté la "llegada" a las islas.

A lo mejor, porque ahora que vuelvo a casa me doy cuenta de que siempre estuve ahí.

No hay un tiempo ni un lugar donde yo pueda ubicar eso. Puedo, en cambio, encontrar hitos que hacen que descubramos presencias, vidas vividas con la marca que dejaron las Malvinas, y sobre todo la guerra por su soberanía, en ellas.

En el aeropuerto de Mount Plesant, los que salimos de Malvinas hacemos cola para que nos revisen el equipaje y nos chequeen los papeles.

Patrick, que nos llevó hasta allí, se queda a saludarnos. Tiene algo para Juan Salvucci: el sombrero de la chimenea de la cocina de campaña del RI 7. En una de las salidas al campo, se habían peleado porque Juan le dijo que si él cobraba los recorridos, él le iba a cobrar por las preguntas. Cada soldado que vuelve es una cantera para los guías que hacen las visitas al campo de batalla.

Ahora, Patrick saca de una bolsa de supermercado algo que parece un sombrero de chino todo oxidado:

-Dice que la encontró, que te la quiere dar como disculpa.

-Decíle que la lleve de vuelta donde estaba. Además, ¿cómo paso eso por acá?

Hay un clima algo denso: algunos de los argentinos que vuelven llevan la camiseta de su asociación de ex combatientes, el CECIM. Eso crispa visiblemente a algunos de los isleños que trabajan en los controles, que nos miran con cara de hooligan mientras hacemos la cola para despachar el equipaje.

Más se enojan cuando las sirenas y las chicharras que dicen que algo impropio quiera salir de las islas no paran de sonar.

El escritor Tim O'Brien, veterano de la guerra de Vietnam, escribió un cuento genial que se llama "Las cosas que llevaban". Describe las vidas de los infantes yanquis en el Sudeste asiático mediante el recurso de pasar revista a sus mochilas y sus bolsillos; suma el peso de cartas, cubiertos, armas accesorias, ropa de recambio, remedios y sustancias prohibidas hasta saber cuánto le pesaba la guerra en la espalda, cada mañana, a los soldados que vimos ya como Rambo, ya como Forrest Gump en tantas películas.

Llevaban todo el equipaje emocional de hombres que podían morir. Pena, terror, amor, añoranza: eran cosas intangibles, pero las intangibles tenían su propia masa y gravedad específica, tenían peso tangible.

A lo mejor él fue capaz de pensar esas preguntas porque también combatió.

No sé cuántas veces, desde 1982, les preguntamos a nuestras mujeres y hombres atravesados por Malvinas cuánto les pesa la guerra que llevan a cuestas.

Cuánto les pesan las cosas que ellos llevan.

Como contrabandistas de la memoria, los que ahora volvemos llevamos objetos que nos acercan a las islas lejanas; lejanas aunque aún las estemos pisando por unos instantes más.

Tierra de las posiciones y del cementerio.

Pequeños panes de turba.

Rocas de los cerros.

Arena de las playas.

Esquirlas, más o menos grandes, oxidadas y toscas.

Botones, hebillas, zapatillas, correajes, lonas, paños de carpa.

Suelas de borceguíes.

Un par de medias.

Un paquete de vendas.

Caramañolas.

Palos y paños de carpa.

Las señoras de la Aduana son corteses pero terminantes:

-Nada que recuerde la guerra puede salir de las islas.

Y van tirando tras ellas, en una bandeja, los hierros retorcidos, fierritos de distintos tamaños, hasta un pedazo de aluminio de un avión.

Es gracioso: entonces nosotros tampoco podríamos salir.

En el mostrador, a sus espaldas, ya se formó un pequeño cambalache de la guerra que supimos conseguir. Un muestrario patético del dolor que va desfilando entre los calzones y las medias sucias, los cuadernos y el paquete de yerba sin terminar. Sólo se detienen frente a las bolsas.

-Soil?

-It is from the graves.

-Decile que no sea ortiba, que es del pozo en el que estuve. Que hay mierda y sangre mías ahí.

La señora amable y estricta hizo una pregunta retórica. Saben de sobra, aunque no del todo, lo que pueden significar esos puñados negruzcos. Me pregunto qué pensará de estos argentinos que se vuelven a sus casas con kilos de tierra, turba y arena en bolsas para freezer y frasquitos. La tierra, que explicamos que viene del cementerio, de las trincheras, que es una promesa a tal o cual persona, pasa, aún a pesar de los controles sanitarios.

Deben hacer siempre el mismo chiste:

-A este paso, en cien años van a quedar las rocas peladas.

-Deberían haber probado hacer así en el ?82.

Capaz, la señora vio en su DVD malayo comprado a la FIC una de esas películas donde después de muchos años un Kevin Costner que hacía de Robin Hood saltaba del bote para besar la costa inglesa. O Tierra y libertad, la de Loach, donde una inglesa encuentra el puñado de tierra brava española que fue casi lo único que su abuelo se trajo después de combatir en España.

Más probablemente, la cuestión sea que el respeto a la tierra y a los muertos es de las cosas más viejas que existen.

Capaz la señora tenía un buen día y nada más.

Pero la tierra pasó y las bolsas volverán al continente para llenar frascos que se lucirán al lado de fotos, algunas viejas y otras no tanto, de hombres y mujeres envejecidos por la guerra, que ya comienzan a peinar canas de orgullo, rabia y frustración, o para mezclarse con los malvones en La Matanza, para que las desparramen en una ruta.

-Hasta siempre, hermanito.

-Del pozo de Oscar.

-De la trinchera de Jorge.

-Agua del Estrecho de San Carlos.

-Lo que te prometí.

Pasados los controles, por supuesto, hay festejos y puteadas. Por cosas que no vuelven, y por cosas que sí. En la Aduana, de todos modos, hay cantidad de cosas que no saben.

No saben que los ex soldados que volvieron dejaron placas con sus nombres y sus amigos en recovecos de los cerros.

Pero algunos que viajaron meses después contaron que ya no están, que los isleños al tiempo los arrancan.

No saben que en una piedra, "en algún lugar de Malvinas", como decían los redactores mediocres de los tiempos bélicos, hay un autito rojo CORGI enterrado, y que uno de los fantasmas va y lo usa cada tarde.

No saben que la foto de unos padres cuyos ojos fueron compañía diaria en Malvinas descansan dentro de un plástico bajo la piedra que salvó la vida de su hijo.

En la Aduana no existen controles, aún, para los recuerdos que orientaron la mirada que tomo las decenas de fotos que los muchachos se traen de vuelta.

No hay impuesto ni al alivio, ni al orgullo, ni a la felicidad.

Y eso es, sobre todo, lo que se ve en la cara de los que volvemos.

Salimos a horario.

Yo tampoco llevo lo mismo que traje.

Dejé mis zapatos en el Wireless Ridge, estaban viejos y se me rompieron a los pocos días.

Tengo un prendedor que dice Falkland Islands, que me regaló Patrick sabiendo que no lo usaré nunca.

Néstor, un pingüino de peluche, para mi hija Vera.

Una chapa que dice Danger Mines para mi hijo Iván.

Varios CDs con fotos.

Tres libros que escribieron los isleños sobre la ocupación argentina.

Llevo algunas cosas escritas en la habitación de la señora Kay, urgido por la indignación o, simplemente, el entusiasmo.

Traigo la certeza de que no hay barreras estrictas ni insalvables entre el pasado y el presente, como no sean aquellas que creamos para vivir tranquilos. Pero el presente es una casa vieja con demasiadas habitaciones como para que estemos seguros de qué hay en cada una de ellas.

Traigo, también, la idea de un libro.

Traigo preguntas, y voces que afortunadamente siguen conmigo.

No los hubiera querido defraudar.