El mundo

Un culto a la ignorancia

Por Isaac Asimov*

Es difícil discutir con esa antigua justificación de la prensa libre: «El derecho de América a saber». Parece casi cruel preguntar, ingenuamente, «¿El derecho de América a saber qué, por favor? ¿La ciencia? ¿Las matemáticas? ¿La economía? ¿Las lenguas extranjeras?». Ninguna de esas cosas, por supuesto. De hecho, cabe suponer que el sentimiento popular es que los estadounidenses están mucho mejor sin ninguna de esas tonterías.

Hay un culto a la ignorancia en Estados Unidos, y siempre lo ha habido. La cepa del anti-intelectualismo ha sido un hilo constante que serpentea por nuestra vida política y cultural, alimentado por la falsa noción de que la democracia significa que «mi ignorancia es tan válida como tu conocimiento».

Los políticos se han esforzado habitualmente por hablar la lengua de Shakespeare y Milton de la forma menos gramatical posible para evitar ofender a su público dándoles la impresión de haber ido a la escuela. Así, Adlai Stevenson, que incautamente permitió que la inteligencia, la educación y el ingenio se asomaran a sus discursos, se encontró con que el pueblo estadounidense acudía en masa a un candidato presidencial que inventó su propia versión de la lengua y que ha sido la burla de los satíricos desde entonces.

George Wallace, en sus discursos, tenía como uno de sus principales objetivos al «profesor cabeza de chorlito»,1 y con qué clamores de aprobación esa frase despectiva era siempre bien recibida por su auditorio «cabeza de chorlito».

Palabras de moda: Ahora los oscurantistas tienen un nuevo eslogan: «¡No te fíes de los expertos!». Hace diez años, era «No te fíes de nadie mayor de 30 años». Pero los vociferantes de ese eslogan se dieron cuenta de que la inevitable alquimia del calendario les transformó en mayores de 30 años indignos de confianza, según parece, decidieron no volver a cometer ese error. «¡No te fíes de los expertos!» es absolutamente seguro. Nada, ni el paso del tiempo ni la exposición a la información, convertirán a estos gritones en expertos en cualquier tema que pueda ser concebiblemente de provecho.

También tenemos una nueva palabra de moda para cualquiera que admire la competencia, el conocimiento, el aprendizaje y la habilidad, y que desee difundirlos. A este tipo de personas se les llama «elitistas». Es la palabra de moda más divertida que se ha inventado, porque la gente que no pertenece a la élite intelectual no sabe qué es un «elitista» ni cómo se pronuncia la palabra. En cuanto alguien grita «elitista» queda claro que es un elitista de armario que se siente culpable por haber ido a la escuela.

Muy bien, entonces, olvida mi ingenua pregunta. El derecho a saber de Estados Unidos no incluye el conocimiento de temas elitistas. El derecho de América a saber implica algo que podríamos expresar vagamente como «lo que está pasando». América tiene derecho a saber «lo que está pasando» en los tribunales, en la Casa Blanca, en los consejos industriales, en las agencias reguladoras, en los sindicatos... en las sedes de los poderosos, en general.

Muy bien, yo también estoy a favor de eso. Pero, ¿cómo se va a hacer para que la gente sepa todo eso?

Si nos conceden una prensa libre y un cuerpo de periodistas de investigación independientes e intrépidos; no cabe duda de que, cuando haya algo importante que saber, la gente lo sabrá.

Por supuesto, ¡siempre y cuando el público sepa leer!

La lectura es uno de esos temas elitistas a los que hacía referencia, y el público estadounidense, en su mayoría, desconfían de los expertos y en su desprecio por los profesores con «cabeza de chorlito», no sabe leer y no lee.

Sin duda, el estadounidense medio puede firmar con su nombre de forma más o menos legible, y puede entender los titulares deportivos, pero ¿cuántos estadounidenses no elitistas pueden, sin excesiva dificultad, leer hasta mil palabras consecutivas de letra menuda, algunas de las cuales pueden ser trisílabas?

Es más, la situación se agrava. La comprensión lectora disminuye constantemente en las escuelas. Las señales de las autopistas, que solían ser lecciones elementales de lectura para principiantes, están siendo sustituidas continuamente por pequeños signos gráficos que intentan hacerlas internacionalmente más legibles y, de paso, ayudar a los que saben cómo conducir un automóvil pero que, al no ser profesores «cabeza de chorlito», no saben leer.

También en los anuncios de televisión son frecuentes los mensajes impresos. Pues bien, no dejes de mirarlos y descubrirás que ningún anunciante cree que nadie, salvo algún elitista ocasional, pueda leer esa letra. Para asegurarse de que algo más que esa minoría de mandarines capta el mensaje, el locutor pronuncia cada palabra en voz alta.

Un esfuerzo honesto: Si esto es así, ¿cómo tienen los americanos el derecho a saber? Concedan que hay ciertas publicaciones que hacen un esfuerzo honesto por decirle al público lo que debe saber, pero pregúntense cuántos las leen realmente.

Hay doscientos millones de estadounidenses que han pisado las aulas en algún momento de sus vidas y que admitirían que saben leer (siempre que se prometa no usar sus nombres y avergonzarlos ante sus vecinos), pero la mayoría de las publicaciones periódicas decentes creen que lo están haciendo sorprendentemente bien si tienen circulaciones de medio millón. Es posible que sólo el 1% -o menos- de los estadounidenses se esfuerce por ejercer su derecho a saber. Y si intentan hacer algo sobre esa base, es muy probable que se les acuse de ser elitistas.

Sostengo que el lema «el derecho a saber de los estadounidenses» carece de sentido cuando tenemos una población ignorante, y que la función de una prensa libre es prácticamente nula cuando casi no hay nadie que lea.

¿Qué debemos hacer al respecto?

Podríamos empezar por preguntarnos si, después de todo, la ignorancia es tan maravillosa, y si tiene sentido condenar el «elitismo».

Creo que todo ser humano con un cerebro físicamente normal es capaz de aprender mucho y puede resultar sorprendentemente intelectual. Creo que lo que nos hace falta es la aprobación social del aprendizaje y la recompensa del esfuerzo.

Todos podemos ser miembros de la élite intelectual. Será entonces, y sólo entonces, que una frase como «el derecho a saber de Estados Unidos» y, de hecho, cualquier concepto verdadero de democracia, tendrán algún significado.

Cfr. ASIMOV, Isaac: «A Cult of Ignorance», in Newsweek Magazine, January 21, 1980, p. 19.

N. DEL T: La expresión «pointy-headed professor», significa literalmente «profesor cabeza puntiaguda». En el uso coloquial del lenguaje norteamericano el adjetivo tiene un matiz peyorativo y, por lo general, se usa para referirse despectivamente al intelectual y experto o especialista académico, es decir, al profesor universitario. En español, equivale a «intelectualoide» o «pseudo-intelectual», pero para mantener la fuerza expresiva de su uso despectivo optamos por traducir como «profesor cabeza de chorlito». En el lenguaje coloquial español, la expresión «ser un cabeza de chorlito» suele hacer referencia a alguien que tiene poca cabeza; pero no de volumen sino de inteligencia, vale decir, de una persona de poco juicio y ligero, o que es distraída o despistada. Como Asimov utiliza ese mismo adjetivo para calificar al auditorio de George Wallace, como un contraste entre los intelectuales y los anti-intelectuales, por eso nos pareció más adecuado usar la expresión «cabeza de chorlito».

Versión española traducida del inglés de Luis Alberto Vittor